El desierto y la salida de él

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documento de apoyo Marcos 1,1-15

Xavier Pikaza & Francisco de la Calle



Jesús emerge en un contexto bien definido; nace, vive y muere en medio del pueblo de Israel. Los judíos del Siglo I de nuestra era, son el resto de un pueblo más amplio, asentado en tierras de Palestina hacía unos 1,300 años. Tenían, como todos los pueblos, unas tradiciones étnicas y religiosas muy concretas y, sobre todo, unas esperanzas de cara al futuro. En el tiempo concreto de Jesús, se esperaba insistentemente en una intervención especial de Dios que acabaría con el viejo mundo y estableciera una era de paz y de dominio de Israel sobre los demás pueblos. Predicadores y revolucionarios surgieron por todas partes, anunciando el próximo reinado de Dios, o presentándose como portadores de una salvación, entendida dentro de los moldes nacionalistas de una independencia total de Roma.

Así, el cristianismo nació como una secta más dentro del judaísmo, del que poco a poco se fue separando. Desde sus inicios se fundamentó esencialmente en confesar la fe en Jesús de Nazaret, el profeta ajusticiado en Jerusalén, como mesías, resumen de las esperanzas judías. Se entronca directamente con el movimiento espiritualista nacido con Juan Bautista, un predicador escatológico que anunció como inminente el fin de los tiempos y la llegada salvífica de Dios; movimiento al que muy probablemente perteneció Jesús en algún momento de su vida, tal como lo indica el hecho de ser bautizado por Juan.

Un problema capital para la Iglesia primitiva que surge de la creencia de que Jesús ha resucitado, es marcar claramente sus límites en relación con los movimientos religiosos de su ámbito vital, sobre todo del mundo judaico, en el que la figura de Juan tiene una gran importancia.  Jesús, tendrá que confesar la Iglesia primitiva, es el mesías esperado por Israel, pero también es algo más; su persona no queda delimitada con el cumplimiento de las esperanzas judías. Y este mesías se distingue de Juan el Bautista. El cristianismo, de alguna manera es continuación del mundo religioso del Antiguo Testamento, pero es también, y al mismo tiempo, una superación de aquél.

Hoy, cuando hacemos referencia al Antiguo Testamento, nuestra mentalidad se centra en una serie de libros escritos en ambiente judío y que la Iglesia cristiana ha tomado como exponente de la revelación, admitiéndolos juntamente con otros escritos llamado Nuevo Testamento, entre sus libros sagrados y canónicos. Pero ésta no es la mentalidad de los primeros escritores cristianos, de los pertenecientes a la primera generación. Para ellos, el Antiguo Testamento es todo un mundo religioso, del que, además de los libros que hoy tenemos por sagrados en el cristianismo, forman parte todos los elementos de una tradición religiosa vital.  Es una sociedad teocrática en la que privan el sumo sacerdote, su familia, los sacerdotes y los escribas, teólogos del tiempo; entre ellos forman el gran consejo del pueblo, una especie de senado, cuyas funciones habían recortado bastante los dominadores romanos. Es, además, una sociedad dividida en sectas religiosas: saduceos, fariseos y esenios entre otros. Y por último, es una sociedad que se ampara en su pasado religioso, sintetizado en obras literarias de todos los tiempos. En estas obras, además de los libros integrados actualmente en el Antiguo Testamento, existen numerosos comentarios rabínicos, dichos de los antepasados y otros escritos que gozaban prácticamente de la misma autoridad.

Este es muy resumidamente, el ambiente con el que choca la comunidad cristiana primitiva y del que tenderá a diferenciarse rápidamente.

I EL TIEMPO DEL DESIERTO

La palabra “desierto” había adquirido en el judaísmo último, una significación teológica de preparación a los tiempos mesiánicos. Así, concretamente la comunidad de Qumran, llegó a reinterpretar la vieja profecía de Isaías que hablaba a los desterrados en Babilonia de la proximidad del retorno a la tierra patria: “Una voz grita: abran camino en el desierto a Yahvé, enderecen en la estepa una calzada a nuestro Dios. Que se alcen todos los valles y se rebajen todos los montes y collados; que se allanen las cuestas y se nivelen los declives. Porque va a mostrarse la gloria de Yahvé y la verá todo el mundo. Yahvé ha hablado por su boca” (Is. 40,3-5). La naturaleza entera tenía que doblegarse ante la aparición de Yahvé que, delante de su pueblo, lo iba a conducir hasta la tierra santa de sus antepasados. A la manera como se preparaba la entrada de un rey en la ciudad, la naturaleza se iba a preparar para trazar un camino recto, imposible de realizar en aquel entonces, desde Mesopotamia a Palestina.

Los monjes de Qumran, el monasterio alejado y situado geográficamente al borde del desierto, entendieron, como muchos otros, la palabra de Isaías como una profecía mesiánica. Hablaban fundamentados en el texto bíblico, de una preparación a la venida del mesías, que debería realizarse en el desierto, muy probablemente en su comunidad, estudiando los libros sagrados. Y es que el desierto estaba en íntima relación con los sucesos salvíficos, en la historia reciente de Israel. Los macabeos, que se habían alzado contra la dominación helenista que amenazaba con destruir las tradiciones étnicas y religiosas de Israel, habían huido al desierto y, desde allí, empezaron la lucha contra los enemigos del pueblo de Dios (2 Mac 2,29). Era una creencia popular que el mesías tenía que aparecer en el desierto,  el cual se había puesto de moda como lugar de rebelión contra Roma. Seguramente en un desierto Juan había empezado a predicar la proximidad de los tiempos nuevos que estaban por venir.

El evangelista Marcos, usando ideas ambientales y narraciones que recibe de la tradición cristiana anterior a él, da la visión propia del problema de las relaciones existentes entre el antiguo testamento, entendido a la manera como hemos dicho anteriormente, y la Iglesia cristiana.  Para ello, construye la sección que va desde 1,1, hasta 1,13, localizándola toda en el desierto, término que pone al principio (1,3.4) y al final de la misma (1,12.13).

Todas y cada una de las escenas se mueven dentro de este desierto. Juan bautiza y anuncia su kerigma sin salir del desierto; allí aparece Jesús y en él es bautizado y tentado. Lo sumamente extraño es que en este desierto está situado el río Jordán y que, a pesar de estar Jesús en él, tenga que ser empujado por el Espíritu al desierto (1,13). Y es que se trata primordialmente de una localización simbólica y no de un lugar concreto y determinable sobre el mapa de la región; es el desierto del inicio del evangelio, el pueblo de Israel, que llega a su culmen con el Bautista y en el que aparece también Jesús, pero de una manera transitoria. Es un lugar de paso para el evangelio de Dios. Una vez que Jesús haya salido de él, no volverá a aparecer en el desierto. Cuando haya entrado en Galilea, cuando haya aparecido en la historia de la salvación el tiempo de la Iglesia, quedará ya tan sólo Jerusalén, la fuerza enemiga, el adversario de Jesús. El desierto, las narraciones contenidas en esta pequeña sección del evangelio de Marcos, es la visión cristiana de las relaciones antiguo testamento y Jesús, antiguo testamento y comunidad cristiana.

II LOS PERSONAJES DEL DESIERTO

El desarrollo de la acción comienza con Juan actuando en el desierto, según la vieja promesa de los profetas. Acuden a él todos los judíos y los jerosolimitanos, que se bautizan, confesando sus pecados. Anuncia también la venida de “uno más fuerte que yo”, el cual introducirá en el Espíritu Santo a sus oyentes. La acción continúa con la aparición de Jesús y se termina con las tentaciones. Son dos los personajes centrales del desierto: Juan y Jesús. A su alrededor se mueven los judíos, Dios y Satán.

  1. Juan el Bautista (1,4-8)

Juan es una persona con abolengo dentro del cristianismo incipiente. No sólo en razón de que posiblemente Jesús iniciara su predicación como discípulo suyo, sino que en especial, los seguidores de uno y de otro se confundían entre sí, diluyéndose quizás en la praxis común de un bautismo como rito de iniciación en la secta. Así, los discípulos que reciben a Pablo en Éfeso (Hech 19,1ss) han sido bautizados con el bautismo de Juan; han salido a recibir a Pablo, un predicador cristiano, e ignoran incluso la existencia del Espíritu Santo. Se hace necesario un nuevo bautismo, ahora en el nombre de Jesús, y la imposición de manos del apóstol, prenda del venir del Espíritu. Es también el caso de Apolo, el brillante conocedor de las escrituras, “que estaba bien informado del camino del Señor y hablaba con fervor del Espíritu y enseñaba con exactitud lo que toca a Jesús, pero sólo conocía el bautismo de Juan” (Hech 18,25). La comunidad primitiva tenía la urgencia de deslindar ambas figuras, guardando al mismo tiempo el hilo de la historia de Dios, que había pasado hasta Jesús a través de Juan el Bautista.

Marcos da tres instantáneas de Juan, que son a la vez ruptura y engarce, su valorización del precursor: bautismo, predicación, figura. Las dos primeras son tratadas en los versículos 4 al 8 de este primer  capítulo; la tercera en 6,14-29. Ahora la interesa solamente dar la visión sobre el sentido que Juan tiene en el evangelio de Dios, en la historia de la salvación y más adelante se centrará en el valor para la comunidad primitiva. Aquí es Juan en los planes de Dios; allí Juan como modelo contrapuesto a Jesús. Aquí no le interesa tanto la persona del bautista sino su actividad, que es esencialmente la de bautizar; incluso su predicación, que es anuncio del mesías futuro, se centra en la diferencia de bautismos; en agua el de Juan, en el Espíritu el de Jesús.

Juan bautiza, introduce a sus discípulos en el agua, como signo radical de un cambio; la persona que se bautiza repudia su pasado de pecado (1,4.5). Pero este bautismo es radicalmente imperfecto; no en razón de que los pecados sean o no perdonados, sino en cuanto que es un paso hacia lo más perfecto: la introducción -el bautismo- en el Espíritu Santo (1,7.8). El bautismo de Juan no puede ser entendido, sino a la luz de otro bautismo, del cristiano. El perdón de los pecados y la situación de cambio integral que indica, son tan sólo posibilidad, preparación a la otra gran realidad cumbre. El bautismo de Juan es algo precristiano.

A este bautismo de Juan responde universalmente Israel. Toda la tierra judía y todos los habitantes de Jerusalén van hacia Juan y se bautizan (1,5). De una parte, un valor positivo; de otro negativo. Todo el pueblo judío está preparado para recibir al mesías; todo él, sin exclusión en el relato de Marcos, ha confesado su pecado, se encuentra en camino de conversión, la obediencia al bautista. Y es Juan precisamente quien les indica, en su anuncio, el carácter transitorio de esta postura: “detrás de mí viene aquél a quien no soy digno de desatar las correas de sus sandalias. Yo los he bautizado con agua; él los bautizará en el Espíritu Santo” (1,7). Pero también, y ésta es la parte negativa, son solamente los pertenecientes a Israel los que están preparados; una auto preparación sin resquicios al universalismo. Todo Israel, si quiere ser consecuente con el inicio del evangelio que representa el bautismo de Juan, tendrá que pasar a Jesús. El no pasar hasta él engendra la Jerusalén, antítesis del cristianismo y enemiga mortal de Jesús.

En el fondo, Juan es el nuevo Elías que tenía que venir en el ocaso del mundo, pero estos datos no son de importancia capital en el relato. Lo esencial es que Juan bautizaba, y ese bautizar, acompañado del anuncio de otro bautismo, fue el inicio del evangelio. Para el cristiano, la salvación de Dios en la historia de los hombres se había comenzado en la actuación del Bautista. La postura de penitencia y el acudir a Juan preparaba la llegada del cristianismo; era algo incipientemente válido para admitir personalmente el influjo del Espíritu. Con Juan, siguiéndole, se empezaba a vislumbrar el querer salvífico de Dios que estaba para llegar a su plenitud.

  • Un salto atrás (1,2-3)

Pero la actuación de Juan tiene poco de original. Según Marcos se limita a realizar lo prometido. Juan aparece bautizando en el desierto, tal como había escrito el profeta Isaías (1,2). Entra a formar parte del evangelio, pero está dependiendo de la palabra antigua. Los profetas habían predicho una preparación a la venida del Señor, y ésta se da con el bautismo de Juan. De todo un mundo veterotestamentario de promesas y vivencias, Marcos ha elegido solamente dos frases que, siguiendo el pensamiento de la época, las interpreta como promesa. Son la ya conocida cita de Is. 40, 3 (Mc. 1,3) y otra proveniente de Mal. 3,1 y Ex 23,20 (Mc 1,2).

El profeta, resumen de todas las esperanzas veterotestamentarias en este contexto, había previsto solamente el inicio del evangelio, a Juan bautizando y pregonando su anuncio, pero él se queda fuera, sin pertenecer a este evangelio. Es un pensamiento revolucionario. Todo el mundo del antiguo testamento, con sus profecías sobre el avenir salvífico no tiene su culminación en Jesús sino en Juan. Las escrituras sagradas no hablaron sobre Jesús, no prepararon su venida sino indirectamente, a través de una profecía que se cumplió con el bautista. El profeta, rasgando los velos del futuro, había predicho el comienzo de la salvación, pero no la salvación misma.

Podemos distinguir tres etapas en el pensamiento de Marcos.

La primera es el ámbito de la escritura, sintetizada en el profeta. Estas escrituras se toman en el sentido genérico de profecía, predicción, y tienen vigencia hasta que Juan apareció. Se centran total y exclusivamente en predecir una preparación a la venida del Señor, pero la misma venida queda lejos, fuera de su alcance. Ellas no integran el evangelio del hijo de Dios, se quedan a las puertas.

La segunda es el ámbito del judaísmo fiel, sintetizado en la figura de Juan bautizando y los israelitas acudiendo a ser bautizados, acogiéndose así al cumplimiento de las escrituras; ambos personajes bajo el signo de la transitoriedad de su proceder. Esta postura, que es respuesta y cumplimiento del pasado sagrado de Israel es ya para el cristiano el inicio del evangelio; desde ella, se puede y se debe saltar hasta la tercera etapa.

La tercera es Jesús. Para llegar a esta etapa será necesario salir del desierto y entrar en el mar de Galilea, en la comunidad de la discípulos -la Iglesia- el único sitio en donde Jesús puede llamar y en donde es posible encontrarle después de muerto (16,7)

  • Jesús (9,13)

Dentro del clima de preparación y subordinación al futuro en que se mueve la actuación de Juan, aparece Jesús. Entra de improviso (1,9), si bien el lector puede darse cuenta (1,1)  de que es el actor principal. Jesús no pertenece al desierto, sino que se verá obligado a entrar en él (1,12); viene de Nazaret en la Galilea (1,9). Pero este su venir, lo coloca aparte de la multitud bautizada por Juan. Jesús no sale como aquellos a Juan (1,5), no va tras la persona del bautista, no responde a la llamada penitencial que éste había lanzado; viene solamente a bautizarse y a dar, con ello, cumplimiento a la promesa esperanzadora del bautista: con Jesús ha llegado al mundo de Israel el que tenía que venir a bautizar en el Espíritu Santo.

En el bautismo de Jesús, el Espíritu, como una paloma, desciende hasta él por los cielos rotos. Es Jesús quien lo ve. Al mismo tiempo, hay una voz que solamente puede venir de Dios. Es la visión de fe que el cristiano tiene de un hecho histórico, cuando Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán. En el bautismo que se deja hacer Jesús por Juan, se da toda una teofanía, en la que juega un papel importante el Espíritu. Ello, a pesar de que el bautismo conferido ha sido el de Juan, el que solo bautiza son agua.  Y todo sucede en el desierto, del que ninguno de los dos personajes se ha movido.

El bautismo de Jesús tiene un sentido profundo en el marco de este evangelio. Dios mismo proclama la filiación divina de Jesús de Nazaret. Este es el sentido de la voz teofánica. Como en la antigüedad, en el rito de entronización de los  reyes de Israel, éstos eran proclamados hijos de Dios (Sal 2,8), así ahora, es Dios mismo quien proclama a Jesús como su hijo. La voz no está dicha a Jesús ni parea él, sino sobre Jesús; es Dios Padre quien lo aclama en el desierto. El evangelio que había comenzado con Juan ha llegado a Israel, al desierto; no pertenece a él, sino que ha llegado ocultamente en la persona de Jesús de Nazaret. Y no es  Jesús quien se proclama evangelio, ni hijo de Dios, sino que es Dios mismo quien lo hace. Estamos en las inmediaciones del Logos preexistente del evangelio de Juan y hecho carne en Jesús de Nazaret.

Este Jesús que aparentemente es uno mas de los que acuden a ser bautizados, difiere radicalmente de ellos. Si viene, es a cumplir la promesa de Juan, sin que tenga nada que ver con éste. Si es bautizado no es para preparar el camino del Señor, sino para ser el Señor del nuevo bautismo. Porque sólo él, entre todos los bautizados por Juan, habiendo sido introducido ya en el Espíritu, puede tener capacidad para llevar a cabo la promesa de Juan. Jesús es la cumbre del evangelio, empezado por el bautizar de Juan. A partir de este momento, se acaba Juan y su bautismo; no sirve ya de nada bautizar con agua para el perdón de los pecados; se impone ya la fuerza de Dios, presente en Jesús de Nazaret.

Pero nadie sabe de esto. En el desierto se ha escuchado la voz, pero al Espíritu sólo Jesús mismo lo ha visto. El hecho ha quedado oculto para todos, menos para Jesús y para el evangelista. Y es que para llegar a la mismidad de Jesús no hay otro camino que el de la fe en la Palabra de Dios que habla sobre Jesús. Esa palabra de Dios que es ahora, ya escrito el evangelio, la palabra de la Iglesia, la predicación cristiana en la que se mueve y la que describe el evangelista. Fuera de la Iglesia, descrita desde otra perspectiva como el reencuentro con el resucitado (16,7), no es posible comprender a Jesús. El pueblo de Israel debería haber oído la palabra de Dios que se centraba en Jesús, porque la palabra ha tenido lugar en medio de él, de su ámbito de esperanzas salvíficas, en el desierto, pero su significado profundo quedó históricamente encerrado durante la vida de Jesús, en su propia intimidad. Y después de su muerte, sólo la Iglesia sabe que Jesús de Nazaret fue realmente el hijo de Dios, el movido por el Espíritu Santo y con capacidad para introducir en este mismo Espíritu a todos los hombres de buena voluntad, que hubieren preparado el camino del Señor. Con Jesús llegó la plenitud del evangelio, y los hombres que quieran pertenecer a él, tendrán que acudir a Jesús.

Empujado por este mismo Espíritu, Jesús entra casi a regañadientes en el desierto. Va a pasar allí cuarenta días, donde, a pesar de los servicios que los ángeles le prestan, va a ser tentado por Satanás (1,12). Jesús no quiere entrar en el desierto, como también rehúsa en principio beber el cáliz de la pasión (14,36). Su estar entre el pueblo de Israel es una imposición del Espíritu que le arrastra; una especie de necesidad de su persona de mesías, como una necesidad también de su mesianismo es la pasión (8,31; 9,31; 10,33). Jesús es tentado en el desierto, como en Galilea  por los fariseos que le piden signos del cielo (8,11), como en el camino por los fariseos que le presentan el problema del divorcio (10,2), como en Jerusalén por los fariseos y herodianos que le piden un compromiso frente al estado (12,13). Los hombres de Israel, el desierto, se han vuelto inhóspitos para Jesús. Juan se mueve en el desierto con facilidad. Jesús es tentado. Pero la estancia de Jesús en el desierto es corta, se acaba, cuarenta años, una generación. Jesús saldrá del desierto y entrará en tierras de Galilea, mientras que Juan y el desierto terminan por desaparecer. 

Es toda la vida de Jesús, su vida humana, la que se desarrolla en el desierto. En relación a su vida total -está resucitado en Galilea- es solamente un trozo de vida, una generación; pero pasa este tiempo en lucha con Satanás, que está detrás de los prohombres de Israel. Israel será, visto desde la fe postpascual, para el Jesús que vivió en Palestina una tentación viviente, continua. Así lo ha visto el evangelista. Los hombres del desierto se transforman en adversarios de Jesús; los que deberían haber oído la voz de Dios y la promesa de Juan terminarán por volverse contra Jesús, siendo así que es solamente él quien unirá los tiempos del desierto y de Galilea. Él solo es capaz de salir del desierto estrecho de Israel y de dar cumplimiento, redondear el bautismo germinal de Juan. Para ir a Galilea hay que fundamentarse en él.

El pueblo de Israel, en el que se da el inicio del evangelio, es el desierto. Ahí aparece Jesús, viniendo de otro sitio. En él, Jesús es reconocido por Dios como su propio hijo; en él, Juan reconoce su propia impotencia; en él, Jesús se muestra totalmente pasivo; solamente ve que es él el encargado de llevar a buen término la promesa de Juan, que es el culmen del evangelio, se deja declarar hijo de Dios y tentar por Satanás.  Pero acabada la tentación, el desierto no tendrá ya razón de ser, no volverá a aparecer Cristo en él; tendrá que ser buscado en Galilea. El mesías esperado no podrá ser ya encontrado en el pueblo de Israel; llegó y pasó con Jesús de Nazaret. Hay que buscarlo ahora en Galilea, en su Iglesia.

El pueblo de Israel queda desgajado del evangelio; había servido solamente, en los planes de Dios, para presentar a Jesús como el mesías doliente, tentado de los hombres, para incubar el evangelio que se centraría en Jesús, muerto y resucitado. Por eso, al final del evangelio de Marcos, aparecerá la ciudad santa de Jerusalén, en la que quedará tan sólo el sepulcro vacío del hombre que murió allí, como la gran oportunidad perdida e incomprendida de Israel.

Juan bautizando fue realmente el inicio del evangelio, pero éste se centra en Jesús. A este inicio hay que sumar toda la actuación histórica de Jesús de Nazaret.  Juan, en el evangelio, es promesa por partida doble: cumple lo prometido en los profetas, pero todo su ser está envuelto en la promesa de un futuro. Y Jesús es el cumplimiento de ese futuro que predijo Juan. Jesús, en su vida histórica, pasó por manos de Juan. Los dos, en distinto grado, son el comienzo del evangelio. Pero mientras Juan murió y su cuerpo fue recogido y enterrado por sus discípulos (6,29), Jesús continúa viviendo en Galilea (16,7); el evangelio continúa. Este es el mensaje de Marcos, la interpretación global de Juan y de Jesús; la separación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

III LA SALIDA DEL DESIERTO

Del desierto a Galilea existe un paso, dos versículos cortos en la obra de Marcos (1,14-15).

Jesús no está aún en Galilea, viene hacia ella predicando. Juan ya ha desaparecido de la escena, y la predicación de Jesús tiene acentos que la unen a la del Bautista, complementándola en una nueva dirección: la fe en el evangelio.

En todo el contexto del evangelio de Marcos, es la única vez que aparecen todos estos temas en boca de Jesús. Al entrar en Galilea, Jesús no predicará proximidad ni penitencia, sino que se autorrevelará. Este pequeño trozo es transición e introducción. Transición a la Iglesia y puerta de entrada a la misma. Quien quiera pasar a Galilea, proveniente del desierto, tiene que escuchar la voz de Jesús.

El tránsito del mundo religioso veterotestamentario, que había esperado en el cumplimiento de las antiguas promesas y se había preparado para ellas acudiendo a la invitación del bautista, a los tiempos de la Iglesia, realización plena del evangelio del hijo de Dios, tiene que verificarse única y exclusivamente apoyándose sobre la palabra de Jesús. Juan el bautista ha salido ya de la escena cuando Jesús ha comenzado su predicación. No solamente insinúa el evangelista que la actividad de Jesús es autónoma, sin dependencia alguna de Juan, sino que establece a Jesús como el único mediador capaz de introducir a los hombres en el ámbito de la Iglesia. Todo hombre de esperanzas veterotestamentarias, si quiere entrar en Galilea, tiene que escuchar la voz del que le habla también antes de entrar en Galilea. De aquí que esta predicación de Jesús, sin resonancias en el contexto de todo el evangelio, se ponga a la manera de pórtico de entrada a Galilea, una especie de catecumenado obligatorio al cristiano. Ahora veamos cual es su contenido.

El anuncio consta de dos partes bien determinadas. Una de carácter más bien moral y la otra, dogmática. Ambas son el evangelio de Dios. La primera anuncia los tiempos cumplidos y la vecindad del reino de Dios. La segunda exige cambio y fe en el anuncio, en el evangelio que, del contexto, parece tratarse del evangelio de Dios o, en otras palabras, hay que prestar fe a lo que Jesús está diciendo.

Los tiempos de la espera han caducado ya; ha llegado el momento de las realidades. Todo el armazón del Antiguo Testamento, que se había trenzado siempre en orden a un futuro, ha cumplido ya su misión y tendrá que desaparecer. La nueva realidad es el reino que se acerca; el futuro inminente de la predicación de Jesús. El reino se acerca a los hombres; éstos no deben, no pueden caminar hacia él, porque es fundamentalmente un don de Dios. Este reino, en el evangelio de Marcos, es Jesús mismo, el gran don de Dios a la humanidad. Pero solamente está todavía presente en la predicación; hace falta que Jesús muera, resucite y sea encontrado por los suyos en Galilea; es necesario que se funde antes la Iglesia. Por eso, el reino es sólo anuncio de lo inminente. Una vez que Jesús haya entrado en Galilea, el reino será presente, aunque solamente después de su resurrección, el cristiano podrá darse cuenta del sentido profundo que el inicio de la actuación de Jesús tuvo; con Él llegó el reino esperado y prometido.

Ante el anuncio, el hombre debe de cambiar de perspectivas; necesita una conversión que termine por prestar fe en la palabra de Jesús. A pesar de que el anuncio tenga un parecido con el del bautista, la realidad es distinta. No hay referencia a la vieja ley, con sus pecados y transgresiones; es todo el hombre el que tiene que cambiarse. Sus viejas creencias, sus esperanzas, su respuesta a la llamada de Juan, todo tiene que llevar a la fe en Jesús, en su palabra. Todo ha terminado; empieza el futuro. En adelante sólo Jesús será el camino para enrolarse en el evangelio de Dios sobre la tierra.

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