documento de apoyo Marcos 1,16 - 8,26
Xavier Pikaza & Francisco de la Calle
en: TEOLOGÍA DE LOS EVANGELIOS DE JESÚS
En la anchura imprecisa de una geografía palestina que va desde las conocidas ciudades de Cafarnaún y Betsaida hasta la inexistente Dalmanuza, Marcos ha concentrado la actividad de Jesús (1,16-8,26). A continuación del desierto, entra el mar de Galilea (1,16-7,31), que ensambla toda esta actividad, y desaparece no bien Jesús se haya puesto en el camino que culminará en Jerusalén (8,27;10,32)
A las orillas de este mar, el Jesús histórico ha ejercido su ministerio; de por ahí provienen sus primeros seguidores; de muy lejos -de Nazaret- vino el mismo Jesús a bautizarse. Pero el evangelista no piensa primordialmente en una geografía física; como en el caso del desierto la ha transformado ya en teología. No le interesa narrar que Jesús estuvo aquí o allá, sino hacer ver que en este su estar, se estaba llevando a cabo la plenitud del evangelio (1,1).
Los hechos acontecidos en la vida de Jesús tuvieron un sentido más hondo, que sólo la resurrección con su ir a Galilea el resucitado (16,7) abrió de un golpe. El Jesús que está describiendo Marcos es el Jesús que el evangelista sabe va a resucitar, y que precisamente por ella ha dejado unas huellas imperecederas en su suelo histórico. El pasar de Jesús por la tierra de Palestina es, en la realidad de fe del evangelio, la gran época de la salvación. Aquellos gestos desencadenaron la historia de Dios en el mundo, que se continúa en el momento en que el evangelista escribe su obra. Marcos superpone planos -estrictamente histórico y de fe, pasado y presente- y nos da su versión, escondida para los que no encontraron al resucitado en Galilea, del quehacer del Maestro.
Dos ideas madre surcan estos pasajes de la obra de Marcos. De un lado, los discípulos, los auténticos seguidores de Jesús; de otro, la expansión, progresiva y artificial en el relato, del ministerio de Jesús. Pero la segunda idea está en función de la primera; la expansión del ministerio es una enseñanza para sus discípulos, los que siguieron a Jesús a ciegas, con mucha voluntad y escaso entendimiento, en un ir y venir en aparente desorden. Como una meta del ensanche, de este correr misionero de Jesús, aparecen Galilea (1,39), la Decápolis (5,20) y Tiro y Sidón (7,24).
I LA NUEVA COMUNIDAD (1,16-3,12)
La Iglesia en que vive Marcos tiene su origen en el Jesús histórico. Es, con respecto a Él, una especie de continuación temporal. El evangelista Lucas puso Pentecostés como inicio de la nueva comunidad (Hech. 2,1); Mateo, lo pone en un momento post-pascual (28,16-20). Y Marcos lo pone en la actuación histórica de Jesús. Su idea nace, como todas las demás sobre Jesús, de una reconsideración de los sucesos acaecidos al Jesús de la historia. El actuar de Jesús se va a convertir así en el arquetipo de la Iglesia. En la actuación de Jesús está estampada la realidad eclesial del momento histórico en que el evangelista escribe su obra.
A partir de su entrada en Galilea, Jesús no hace otra cosa que ir a los hombres; va siempre llamando. Unas veces lo hace verbalmente (1,16.19; 2,14); otras, presentándose sencillamente con su actuación carismática (1,22.32.40; 2,1; 3,1). A este ir de Jesús, corresponde un movimiento dialéctico de los hombres que se sienten atraídos por su persona; unos le siguen (1,18.20; 2,14; 3,7); otros se quedan a la puerta del seguimiento y simplemente le admiran (1,27; 2,12), vienen a Él hambrientos de milagros (1,32.45; 3,8), esparcen su fama (1,28.45) o se oponen decididamente a Él (3,6). Jesús es el que ha entrado llamando a las personas y nadie puede permanecer ajeno a este llamamiento. Aquellos que siguieron a Jesús, las dos primeras parejas de hermanos (1,16-20), Leví (2,14) y la multitud procedente de Galilea (3,7), constituyen un nuevo grupo.
Por ahora, el evangelista no dirá muchas cosas sobre lo que este seguimiento comporta; será más adelante en la sección del camino, cuando dará las normas por las que se tienen que regir sus seguidores. Por ahora solamente anotamos el hecho; Jesús es el que ha venido a llamar a los hombres, aunque no sepamos a ciencia cierta para qué ni a dónde piensa llevarlos.
La llamada de Jesús se realiza inevitablemente en esta primera sección de un marco preciso, el mar. Sólo aquí puede tener lugar la radical entrega como respuesta a la llamada del Maestro. Simón, Andrés, Juan y Santiago y la multitud de Galilea, los únicos seguidores de Jesús, están al borde del mar cuando responden a la llamada de Jesús, cuando le siguen. Es el mar típico que encierra toda la actividad de Jesús: el mar de la vocación, de la enseñanza (4,1), de la revelación (4,35; 6,45). Es el mar en que sólo pueden encontrarse Jesús y los suyos, es la Iglesia.
El principio y el fin de la actividad de Jesús y que tiene como primera meta Galilea (1,3) se desarrolla en el mar (1,16; 3,7). La intención y finalidad de Jesús al presentarse en su mundo circunstancial fue crear un grupo de seguidores. Por eso, lo primero que hace es llamar a cuatro individuos (1,16-20). Y después de auto manifestarse en la sinagoga (1,21-28) y en la casa (1,28-34; 2,1-11) arrastra hacia el mar una multitud bien diferenciada: los procedentes de Galilea, auténticos seguidores y los procedentes de Judea, Jerusalén, Perea, Idumea, Tiro y Sidón, los cazadores de milagros, que solamente vinieron a Él. Todos ellos vienen a constituir, con su ir tras Jesús y sus discípulos, la nueva comunidad, la Iglesia. En ella, Jesús es aclamado como triunfador sobre la enfermedad y el demonio (3,10). En las aglomeraciones de gente en torno al Jesús taumaturgo, Marcos ha visto, desde la perspectiva de la resurrección, el inicio de la Iglesia, de la comunidad de seguidores del Maestro.
II LA NOVEDAD (2,15-28; 3,7)
Estos hombres que están empezando a formar la comunidad de los nuevos tiempos van a provocar el escándalo en el mundo ambiental judío. Han sido elegidos de entre la masa gris del pueblo, a la que el judío culto tiene por pecadora; son pescadores y gente despreciable con la que el Maestro come (n) en signo profundo de amistad. Los judíos no pueden soportar esta novedad y murmuran del procede de Jesús; no son capaces de entender la llamada universal de salvación en la que entran todos los hombres, pero responden solamente los pecadores, los que se sienten con necesidad de salvación (2,17). Los que se tiene por justos no sienten la voz de su llamada.
Estos hombres nuevos se distinguen claramente de aquellos otros discípulos, existentes en el mundillo religioso que rodea a Jesús; de los de Juan y de los fariseos. No llevan una vida adusta de rígida penitencia corporal, para hacerse gratos a Dios. Dios ha entrado de lleno en sus vidas con Jesús de Nazaret; el Reino no es una conquista, sino un don que tiene que ser aceptado. Ellos son una nueva raza, un nuevo vino y un paño nuevo, que nada tiene que ver con lo antiguo (2,21). El cristianismo no es un remiendo echado sobre la religiosidad judía, un nuevo fariseísmo o un retorno a las fuentes mosaicas. Hasta tal punto es fuerte la novedad, que los nuevos hombres rompen con lo más sagrado del judaísmo, con la observancia del sábado (2,23-27); el gran precepto que el fiel israelita observaba cuidadosamente, porque también Yahvé, en su hacer el mundo, había descansado el séptimo día (Ex. 20.8-11).
Esta oposición al orden religioso viejo, representado en la sinagoga, que es el lugar de arranque de la manifestación de Jesús en Galilea (1,21-28.39; 3,1-6), lleva a la comunidad a apartarse de ella. En la sinagoga, nadie sigue a Jesús; se admiran o se oponen a él, tienen el corazón duro (3,5) y no saben ver en la actuación de Jesús una llamada al seguimiento, sino un reto al orden instituido. Por esto buscarán dar muerte a Jesús (3,7). A partir de este momento, dentro del contexto del evangelio de Marcos, la oposición va a ser tajante; una lucha que terminará con la crucifixión del Maestro de Jerusalén. Los lazos quedarán definitivamente rotos. La sinagoga no ha respondido a la llamada de Jesús, no se ha unido a su comunidad, y se ha convertido en la fuerza mala del evangelio. Jesús no volverá a entrar en la sinagoga, se apartará totalmente de ella y ejercitará su ministerio en el mar y sus alrededores, en la Iglesia misionera. Por eso, en 3.7, cuando se inicia la fundación de la nueva comunidad, ésta, siguiendo a Jesús y a sus discípulos, se aleja hacia el mar, a partir de la sinagoga (3,1-6), que ha terminado por mostrársele hostil.
La novedad el cristianismo no estriba solamente en ir contra la sinagoga, como si se tratara de un judaísmo anti sinagogal. La ruptura es más íntima y profunda; va contra todo el judaísmo. En los capítulos 11-13, en las enseñanzas de Jesús en Jerusalén. Se concentra la antítesis judaísmo-cristianismo, pero es ya, en la constitución misma de la Iglesia, en tierras de Galilea, donde se delimitan los planos. Los escribas son los eruditos de la Ley; toda su vida está consagrada al estudio de ella. Sus decisiones pasan a formar parte del acervo común religioso de Israel. Son los jueces que dictaminan sobre el bien y sobre el mal, sobre el modo de agradar a Dios. En Jerusalén, existen auténticas escuelas de estos hombres. De ahí vienen para enjuiciar a Jesús (3,20-30). Dicen que su actuación es demoníaca (3,22). Yerran en lo más profundo; confunden al Espíritu Santo, motor de las acciones de Jesús (1,12), con el príncipe de los espíritus inmundos. Por esto, no pueden aceptar ni seguir a Jesús, y su pecado no puede tener remisión (3,29); su concepción de la persona de Jesús, única capaz de salvar las diferencias entre lo antiguo y lo nuevo, se levanta como una barrera gigante, imposible de saltar; fallan lo radical (3,20)
Cristianismo y judaísmo no tienen nada en común, se distinguen radicalmente. El discípulo de Jesús de todos los tiempos no puede volver la cabeza atrás y considerarse descendiente del judaísmo. La razón de fondo no es que Jesús se haya apartado de la religiosidad veterotestamentaria, sino que los hombres pertenecientes a ella se han quedado anclados en sus tradiciones y rechazado a Jesús; se han quedado en el desierto sin pasar a los tiempos nuevos. El ser cristiano comporta inicialmente apartarse del modo de ser y pensar del judaísmo, con todas sus especies de clanes y sectas. La Ley, las instituciones, el sacerdocio, el templo, la sinagoga son todas categorías de un pasado que no pueden reiterarse en el seno de la Iglesia. Consciente de esta realidad, el evangelista ha colocado a Jesús en un ir y venir, que termina con la separación de la sinagoga (3,6-7), y en unas disputas, en las que sale a la defensa de sus discípulos, de su Iglesia (2,13-28). El fiel discípulo sabe ya a qué atenerse, la palabra y la acción de Jesús le sirven de enseñanza.
III UNA NUEVA FAMILIA (3,13-6,13)
No todo es negativo en la nueva comunidad. Se ha separado del ámbito de la sinagoga en su seguir a Jesús, pero va hacia algún lugar. Esta nueva comunidad constituye la verdadera familia de Jesús. Los hombres que se han entregado al Maestro pasan a formar parte del evangelio, de la historia de Dios. Jesús ha elegido a los Doce, que constituyen la figura de los cristianos de todos los tiempos; tienen una misión doble: estar con Él y ser enviados a predicar; ellos serán compañeros de misión en la lucha contra el mal, representado en los demonios y en las enfermedades (3,13-19; 6,7-13).
Los planos de historia de Jesús y de su comunidad se mezclan e interfieren, se superponen. Los discípulos son lo que estuvieron con Él durante su misión anterior a la resurrección y los que, después de ella, se han lanzado por el mundo. “Estar con Él” significa una compañía física y, al mismo tiempo, sobrenatural, formando la verdadera familia de Jesús. Pasado, presente y futuro de la Iglesia, en casi todas las líneas del evangelio de Marcos, más en estos trozos, en los que nos relata el ser profundo de la comunidad cristiana.
La expresión “familia de Jesús”, atribuida a sus seguidores, a la Iglesia, puede entenderse en varios niveles. El evangelista rechaza explícitamente tres: La familia carnal (3,20-21.31-35), la religiosa (3,22-30) y la geográfica formada por sus paisanos (6,1-6). Frente a estas tres, establece una cuarta: sus discípulos; los que cumplen la voluntad de Dios (3,13-19. 34-35; 6,7-13). La Iglesia es una superación de esos tres primeros niveles, que, de por sí, no pueden llevar a una comprensión y aceptación de la realidad salvífica presente en Jesús; no pueden comprender que Él es el evangelio, el reino de Dios sobre la tierra.
Su familia según la carne tiene a Jesús por un loco; son su madre y sus hermanos que acuden presurosos y dispuestos a encerrarlo (3,21). El mundillo de la familia se vuelve también hostil a Jesús. Desde su punto de vista, Jesús no es más que un loco de atar; no ven más allá de sus propios sentimientos. Para ellos, Jesús no es movido por el Espíritu de Dios, sino la oveja negra de la familia que, con su modo de proceder estrafalario, está buscando su propia perdición. Jesús es algo suyo, que entorpece su vida normal y es necesario recluirle para que deje de trastornarles. La carne y la sangre no pueden entender a Jesús, tiene una jerarquía de valores incompatible con el cristianismo.
A la familia según la carne, se le une en el relato, su familia religiosa, los judíos bajados de Jerusalén de qu8e hemos hablado antes. Y también el judaísmo, la religión que profesó el mismo Jesús se opone a Él. Ni unos ni otros vienen a escuchar a Jesús, sino a juzgarle o, habiéndole juzgado, a encerrarle, a obstaculizar la marcha de Dios sobre el mundo.
Lógicamente, unos y otros son rechazados por Jesús. A los primeros los desconoce; a los segundos les advierte que su postura es rechazo de la obra de Dios. Sus familiares no solamente no consiguen prender a Jesús, sino que se ven ignorados por la multitud que le está escuchando (3,31). La carne y la sangre quedan rechazadas por el Maestro, en dos dimensiones diversas: no sirven para encontrarle, para hacerse partícipes de los nuevos tiempos de salvación, ni tampoco como modelo de las mutuas relaciones entre los cristianos. La familia según la carne necesita de una conversión, de un nuevo modo de ver la realidad presenten Jesús, de ver el cristianismo. No lo consigue porque puede más la naturaleza en ellos, y quedan desgajados del cristianismo. A los segundos los rechaza de plano. El mundo judío está más alejado de Jesús que la misma familia. Su pretendido nivel de doctos les ciega para leer en Jesús a la salvación de Dios, para ver en el cristianismo la superación de sus estrechos límites y la entrada de Dios en la historia de los hombres.
Lo mismo, y por último, viene a suceder con los paisanos de Jesús. No ven en Él, en sus enseñanzas y acciones carismáticas, la irrupción del Reino de Dios; es solamente el hijo de María, el hombre enraizado en la tierra que le viera n hacer, el que se les presenta (6,23). El hecho de que no conozcan su procedencia humana es un obstáculo insuperable para llegar al seguimiento; son radicalmente incrédulos.
Frente a estos tres tipos de familiaridad, de comunidad, el evangelista presenta a los Doce. Es una familia que se mueve en el ámbito de Dios, son los cumplidores de la voluntad del Padre (3,35). A ella se le da el misterio del Reino prometido y esperado con tantas ansias por el pueblo israelita, en la explicación del sentido arcano de las parábolas (4,11). Es una familia testigo de que Dios está obrando a través de las manos de Jesús (5,21-43), que recibe fielmente su enseñanza, que está pendiente de su palabra (1,14; 4,1-32).
La familia es tan novedosa que ha tenido que dejar, ante la llamada de Jesús, todo lo que tenía anteriormente entre manos; las redes (1,18), padre, barca y criados (1,20) y hasta la mesa de cambios (2,14). Es el cambio radical que pidiera antes de entrar en Galilea (1,15). Y en su seguir a Jesús, van a ser los testigos del evangelio y sus colaboradores del Reino.
Porque el Reino, aunque muchos lo ignores, ha llegado ya bajo el ropaje de Jesús de Nazaret. Ellos lo saben, porque Jesús mismo se lo ha dicho en la explicación de las parábolas. El Reino se ofrece en la persona de Jesús; sus palabras son como la semilla lanzada en el campo. Debiera de fructificar, porque la semilla tiene fuerza en sí misma, pero la tierra no responde. Hay demasiado egoísmo, miedo, atracciones, superficialidad en los hombres que dicen escuchar la palabra. Son la tierra dura del camino, las piedras y las espinas que impiden el crecimiento y desarrollo del Reino (4,3-20).
Y el reino, su cristianismo, es pujante de por sí, porque lleva a Dios encerrado en su interior; crece si la tierra es buena, sin la ayuda del hombre, que ni se da cuenta del progreso (4,26-29). La palabra acogida se desarrolla asombrosamente, da frutos iluminadores, es contagiosa por necesidad (4,21-23), y debe extenderse sin límites por todo el universo, como arbusto capaz de acoger pájaros extraños -el pueblo gentil- y cobijarlos entre sus ramas. El Reino universal en su extensión y paradójico en sus comienzos, lleva la liberación personal del individuo, pleno responsable ante Dios (4,24).
La Iglesia de Jesús es la familia de Dios en la tierra; en ella tiene cabida todo aquel que sea capaz de dejar todo atrás y ver en las acciones y en la palabra de Jesús a Dios actuando en la historia, que le impulsa a estar con Él y a difundir el alegre mensaje de que Dios ha llegado.
IV EN ELLA SE EXPERIMENTA AL RESUCITADO (6,14-8,26)
A la Iglesia le falta todavía una cualidad esencial. Hemos visto que se fundamenta en el Jesús histórico y que forma la verdadera familia de Dios en la tierra, pero le falta el punto más interesante: la presencia del resucitado en ella. En medio de estos discípulos, Jesús se reveló como Dios entre los hombres en su historia humana. Y se está revelando ahora, en el momento en que escribe Marcos, nuestro momento. En el pasado, a la búsqueda de una confesión de fe en su persona; en el presente, a la búsqueda de un reencuentro total con el resucitado, que se ha dejado entrever, hasta ahora, en su palabra y en su gesto de fundador de la comunidad. En la sección 6,14-8,26, es la profundidad última de Jesús la que se puede palpar.
Las acciones todas de este apartado está encuadradas como respuesta al interrogante de “¿quién dicen los hombres que es el hijo del hombre?” 6,14; 8,27). Es una pregunta que se mueve en dos planos: en el histórico y en el post-pascual. Los discípulos, aquellos que siguieron a Jesús en vida, tienen que dar una respuesta a ella: Jesús fue el mesías (8,27). En el plano de la historia post-pascual, el momento actual de la Iglesia, tendrá que confesar que Jesús es el que está vivo y presente entre nosotros. Esta presencia del resucitado es especial, porque el resucitado no pertenece ya a nuestra geografía; es una presencia a través de signos, y son estos signos de una característica distinta a los que había pedido y esperado del mesías el pueblo judío.
- Los signos y su finalidad (7,31-8,26)
El Israel que esperaba al mesías se había formado ya una idea concreta de su aparición; habría signos del cielo, portentos admirables en el umbral de su llegada[1]. Por ellos sería reconocido. Esta mentalidad fue al mismo tiempo tentación para Jesús y escollo para Israel: “¿Para que busca esta generación un signo? En verdad les digo que jamás, en manera alguna se le dará a esta generación signo alguno” (8,11-13), dijo Jesús a los fariseos.
Esta mentalidad fue una tentación para Jesús, porque ella ponía a prueba la auténtica misión del hijo de Dios, que viene en lo oculto y tiene que ser encontrado en el secreto de un hombre que muere y resucita. Fue un escollo, porque los signos que Israel esperaba no se dieron jamás. La fe en la persona de Jesús mesías no se funda en signos aparatosos, sino en la capacidad de ver a Dios a través de la actuación de Jesús. En el lenguaje del evangelista, es necesario antes que nada reencontrarse vitalmente con el resucitado; después podrá venir la inteligencia de los signos. A quien pide signos del cielo para afianzar su fe, Jesús le da la negativa por respuesta. Y esta misma negación, esta disconformidad con la mentalidad judía es, para el cristiano, revelación de Jesús. La separación profunda entre la mentalidad de la Iglesia y el judaísmo en orden a esperar al mesías, es una señal inequívoca de que el hijo de Dios está con su Iglesia.
Jesús hizo milagros y éstos manifestaban, significaban la personalidad oculta de su hacedor; son automanifestación, signos; en ellos apareció, así piensa el evangelista, la auténtica dimensión de Jesús. Pero esta verdad no agota su dimensión, porque Jesús, en su manifestarse, no fue un narcisista divino, no buscó deslumbrar a los hombres con el poder de Dios que estaba en sus manos, sino que, y esto es de capital importancia, con sus signos estaba dando una ayuda, que intentaba la superación del mismo hombre, receptor del milagro que hace Jesús. Todos los milagros van encaminados a facilitar el encuentro del hombre con Jesús, a arrancar de su libertad, superada ya la dureza del corazón, una confesión de fe en su persona de hijo de Dios. Es lo que nos dice el evangelista en los milagros de esta sección. Sus discípulos, estos hombres que han venido a Él en busca de un algo indeterminado, son sordomudos (7,32), ciegos (8,22) y hambrientos (8,1) que necesitan la mano del maestro.
Ante la acción de Jesús, “se abren los oídos del sordo y se le destraba la lengua” (7,35). Un mundo nuevo de realidades hasta entonces desconocidas entra en el ámbito vital del curado, al que se le facilita el habla. El sordomudo oye y puede hablar rectamente (7,35). Es el primer paso que aboca a la confesión mesiánica; el hombre ha quedado capacitado, por la actuación de Jesús, para ser receptor y expresor del mundo en que se mueve la oculta personalidad del hijo de Dios.
El milagro de la permanencia sin desmayos en el camino hacia la propia casa (8,3) se debe al pan multiplicado que fue saliendo de las manos del Maestro (8,6). Es un pan-presencia (8,14) puesto ante los discípulos para que se aparten del fermento de Herodes y de los fariseos (8,15), del peligro de ver en Jesús sea al Bautista resucitado (6,16) que al hacedor de milagros sin mesura y al antojo de los hombres (8,11), y comprendan quién, en realidad sea Jesús: el mesías que debía padecer, morir y resucitar.
El camino de la fe de los discípulos es largo; no se llega a Jesús, caminando por los signos, de un tirón; se necesita siempre del interrogatorio divino: “¿Qué ves?” (8,23). Inicialmente es una visión borrosa: “veo hombres que son como árboles que andan” (8,24). Posteriormente y tras la nueva acción de Jesús, el ciego se encuentra totalmente curado y ve todo claramente (8,25). Como los discípulos que van a empezar confesándole mesías (8,27), en un atisbo incompleto de toda la realidad de Jesús. Sólo en un segundo momento, en el reencuentro con el resucitado, se sentirán con fuerza para reinterpretar atinadamente los hechos del Jesús que convivió con ellos, y ver claramente en el hondón de la persona de Jesús, al hijo de Dios, desconocido en vida y portador de la salvación divina.
De esta manera, los signos pedidos y esperados en el Antiguo Testamento se ven superados en dos dimensiones: son de distinta naturaleza y requieren, para su intelección, una fe inicial en la persona de Jesús; solamente sus seguidores serán capaces de apreciar los signos. A los de fuera “todo sucede en parábolas” (4,11). Jesús hizo signos: lo fueron sus milagros. Y estos signos continúan en la Iglesia con una finalidad similar: demostrarles que el resucitado que es hijo de Dios está todavía y estará siempre en su caminar hasta la meta.
- El Resucitado y su Iglesia (6,14-7,23)
A través de los signos, Jesús está presente en sus discípulos, en los cristianos. En la presente subsección del evangelio encontramos cinco signos centrados en el de Jesús caminando sobre las aguas (6,45-52). La comunidad tiene aún vivo el recuerdo de Jesús de Nazaret y describe su propio presente reflejándolo, proyectándolo sobre los acontecimientos de la vida del muerto a quien confiesan resucitado.
El primer signo es Juan, su persona (6,17-29). Juan murió; su muerte es fruto de rencillas de mujer (6,19) y vanidad de Herodes (6,26). Ha muerto por denunciar lo que a sus ojos no estaba bien; por cumplir con su deber de profeta, de acusador (6,18). Herodías es determinante en su muerte. Herodes sabe que Juan es justo y santo, le teme, le obedece en muchas cosas y le oye siempre con gusto (6,25). Herodías sabe aprovechar la ocasión, y la vanidad de Herodes le sirve de aliada. Juan muere; sus discípulos tomaron el cadáver y lo depositaron en el sepulcro (6,29). En este Juan estúpidamente asesinado y que no resucitó, se transparente a la Iglesia la auténtica personalidad de Jesús.
También El murió, víctima del odio de los dirigentes del pueblo de Israel y de la veleidad vanidosa del mismo pueblo. La conducta de Herodes para con Juan se ha repetido, en el evangelio de Marcos, en la del pueblo de Jerusalén para con Jesús. Ambos -Herodes y el pueblo- escuchan a sus futuras víctimas con agrado (6,20; 12,37) y ambos terminan dando muerte a Juan (6,27) y a Jesús (15,13). Pero ellos no son sino justos juguetes movidos por otros hilos; los de Herodías y de los sumos sacerdotes respectivamente. El cadáver de Jesús, como el de Juan, también es puesto en el sepulcro, pero Jesús resucitó. Esta es la gran diferencia. Mientras el sepulcro de Jesús está vacío, el de Juan sigue con el cadáver dentro. Juan es solamente tipo de Jesús. Superponiendo ambas figuras, existen semejanzas profundas y, al mismo tiempo, contraste brutal. En este contraste, se transparenta Jesús. La Iglesia nueva, al contemplar la figura de Juan, reconoce al Cristo; hace suya la confesión del Bautista: “Detrás de mi viene uno más poderoso que yo” (1,7). Juan, por sus semejanzas y su contraste, es signo vivo de la presencia del Cristo. El primer signo de que el evangelio de Dios estaba llegando al mundo de la promesa (1,1).
El segundo signo es el recuerdo del milagro de la multiplicación de los panes, que se actualiza en la comida eucarística. Es la Eucaristía que repite a los hombres de hoy el sentido más hondo de aquel milagro (6,30-44). En el pan bendito, troceado y repartido, Jesús está presente al cristiano.
Fue un milagro sigiloso, escondido, hecho en exclusiva para sus discípulos, sin que llegaran a entrever el sentido verdadero: Jesús es el pan (8,14). La comunidad escatológica, la Iglesia, distribuida como el ejército de los últimos tiempos recibe, de manos de los discípulos el pan multiplicado que va saliendo de las manos del Señor, pero sólo ellos pueden constatarlo. Solamente el seguidor de Jesús, el cristiano, puede reconocer en ese pan el cuerpo, la persona del crucificado-resucitado; solamente la Iglesia, los suyos, sabe encontrar la presencia oculta del resucitado en el pan compartido.
Al banquete del reposo (6,31), están invitadas las ovejas sin pastor (6,34) y los de lejos (8,3), los judíos y los gentiles, pero solamente el llamado por Jesús, el cristiano, intuye la profundidad del hecho. Y es que, en la barca de la comunidad, solamente hay un pan (8,14), desconocido en vida por sus moradores (8,16). Será menester que venga la Pascua y, en su cena, adquiera plena significación; el pan de la comunidad es la misma persona de Cristo: “Este es mi cuerpo” (14,22). En la comida eucarística de la comunidad, Jesús está presente a sus discípulos, como alimento vital del nuevo caminar.
El tercer signo es el central, que modela todos los anteriores; es el de Jesús caminando sobre las aguas (6,45-52). En su caminar sobre las aguas, Dios mismo se hace presente en Jesús. La barca en que va su comunidad, la Iglesia, tiene dificultades; el viento le es contrario, van solos y se fatigan en el remar (6,48). De repente y, a la manera del viejo Yahvé “que camina sobre las crestas del mar”[2], pasa ante sus elegidos Moisés y Elías y revela su nombre en la teofanía de la zarza[3], Jesús se acerca al caminar fatigoso de sus discípulos, caminando sobre las aguas, queriendo pasar de largo y revelando su persona: “soy yo, no tengan miedo”[4]. No es reconocido en principio; solamente el escritor sagrado, el que está exponiendo ahora el contenido de la fe cristiana, sabe que es Jesús-Dios. Los suyos piensan que se trata de un fantasma. Pero una vez que Jesús-Dios ha subido a la barca, cesan las dificultades, se calma el viento y se sucede la calma.
Jesús está salvando continuamente a su Iglesia, bajo la forma invisible para que los que no tienen fe, y que tampoco han sabido ver en el pan la presencia confortante de Él. En el salir airosa de los vientos contrarios, la Iglesia descubre presente al hijo de Dios que camina siempre a su lado. No es mérito de la acción de remar que los discípulos realizan, sino de la presencia del Jesús-tenido-por-fantasma, del resucitado que se ha subido a la barca.
El cuarto signo es un recuerdo de la vida de Jesús: sus milagros (6,53). Ellos fueron signos de que Jesús era el resucitado, de que era la presencia de Dios en el mundo. Durante su vida humana, el Maestro había realizado curaciones que provocaron un alboroto de admiración entre el pueblo, pero son solamente sus discípulos los que pueden ver ahora, cuando la Iglesia está ya en marcha, la presencia del Dios sanante; era una fuerza casi ciega que emergía del hondón de Jesús. El resucitado estuvo presente en los milagros realizados. Marcos coloca en una indeterminada Genesaret, un concentrado del quehacer taumatúrgico de Jesús. Curaciones, sin aparente significación, milagros a montones fluyen inconteniblemente de Jesús, sin que el pueblo agraciado por ellos se admire siquiera en el relato. Para el cristiano que reconsidera la vida terrena de Jesús, lo importante no era su éxtasis ante lo carismático, sino la persona que estaba detrás de todo aquel acontecimiento. El varón divino, el hijo de Dios, que había fundado la Iglesia.
El quinto signo, como también lo era el primero, es un signo de contraste. De las discrepancias que median entre el judaísmo y el cristianismo, emerge la figura del resucitado. Los fariseos y algunos escribas bajados de Jerusalén, el judaísmo entero, acusa: la nueva comunidad no vive de acuerdo con las tradiciones de Israel, tenidas por sagradas; comen sin antes lavarse (7,1). El evangelista ha compendiado, como antes los milagros, toda la oposición al judaísmo, en una frase genérica, acompañada de un caso concreto, no someterse a las purificaciones legales judaicas. Jesús condena: “por guardar tradiciones humanas están quebrantando el querer de Dios” (7,8). No es ya el tiempo de purificaciones exteriores, sino de limpieza interior. Para llegarse hasta el Jesús-pan, para ser cristiano, hay que mudarse antes por dentro, a pesar de que las manos puedan quedar sucias. Es el cambio radical que pedía Jesús (1,15).
La fuerza incoercible que lleva al cristianismo a oponerse abiertamente al judaísmo es obra del resucitado. En la práctica de romper las tradiciones ancestrales que encubrían el rostro de Dios y que habían sido anatemizadas por Jesús está presente el resucitado. El judaísmo ha traicionado la causa de Dios, que presenta ahora el cristianismo, de acuerdo con las palabras de Jesús. En este rechazar las viejas tradiciones muertas, el hombre de fe se está encontrando con el resucitado.
El resucitado está presente en medio de su comunidad, de la Iglesia, a través de signos, mitad recuerdos, mitad actualidad. Es la fuerza que hace caminar a los cristianos por encima de su radical finitud, tras las huellas de Jesús, el hijo de Dios, y que le hace dar un sentido último y verdadero al pasado y al presente. Es toda la actividad de la Iglesia que sigue al Maestro, la que queda envuelta en los pliegues del resucitado. Todo el ensamblaje de signos proporciona el encuentro definitivo con el resucitado. Pero sólo pueden ser entendidos en el ámbito de la Iglesia, en el ámbito de los hombres y mujeres que han dejado todo tras de sí para seguir a Jesús.
V CARÁCTER MISIONERO DE LA COMUNIDAD (1,34-35; 5,1-20; 7,24-30)
Jesús se vio arrojado por el Espíritu al desierto (1,12); fue una imposición soportada por breve tiempo. En todo el evangelio del hijo de Dios, la permanencia de Jesús en el pueblo de Israel se circunscribe a un momento de la historia de Jesús de Nazaret, el resucitado. La comunidad-familia en la que Jesús muerto y resucitado continúa viviendo no se ciñe a unos límites sean geográficos que étnicos o religiosos; está fundamentada en la profesión de fe en Jesús, en el encuentro de los hombres con el resucitado donde quiera que existan estos hombres, independientemente de su contexto vital y del color de su piel. No es Israel, el desierto, en donde se le puede encontrar, sino en Galilea, en el punto de arranque de su manifestación, en el seno de la comunidad, abierta esencialmente hacia todos los seres humanos. Esta idea es crucial para interpretar el evangelio de Marcos, y la ha dado a entender, poniendo tres núcleos a partir de los cuales ensancha la actuación de Jesús: Galilea (1,34-45), la Decápolis (5,1-20) y Tiro y Sidón (7,24-30)
En una mezcla ingenua de tradición y fantasía, Marcos hace a Jesús misionero de todos los pueblos. Es la enseñanza clave a la comunidad cristiana que intenta y quiere seguir a Jesús; no puede quedarse cerrada en sí misma. Abierta al ancho mundo de los hombres, tiene que imitar a Jesús, el que propuso su persona ante el mundo entero. Este es el núcleo central, sin el cual no tendría razón de ser la misma Iglesia. De aquí la importancia capital que los tres puntos señalados tienen en la estructura literaria del evangelio de Marcos; todo lo demás gira en torno a esta verdad.
- Galilea (1,34-45)
La Iglesia ha nacido en Galilea; esto, en dos acepciones. De una parte, ha nacido de la manifestación histórica de Jesús, que comenzó en la Galilea geográfica. De otra, ha nacido del encuentro vital con el resucitado, en el que se ha podido experimentar la dimensión íntima de Jesús de Nazaret. Ambas acepciones en simbiosis vital. Los encuentros con el Jesús histórico habían sido llamadas al seguimiento del hombre que iba a resucitar y que traía un nuevo modo de considerar las cosas, pero solamente el reencuentro de fe hacía posible la comprensión de esas mismas cosas. Para sus seguidores contemporáneos, la primera generación de cristianos, era un revivir hechos pasados; para las generaciones posteriores, que no conocieron al Jesús histórico, se trata de repetir la actitud de seguimiento que realizaron algunos de los contemporáneos del Maestro. Así, los apóstoles encuentran su llamada en el haber estado con Jesús, compañeros de su quehacer misional por tierras de Palestina, sintetizando todo en una vocación física, en un llamado del Maestro (1,16-20).
Las generaciones posteriores, que prestan fe a la predicación de la Iglesia, están repitiendo la aglomeración de seguidores, resultado de la actividad de Jesús (3,7-12). Todo ello sucede en la Galilea que es ya fundamentalmente lugar del encuentro con el resucitado. De ahí que todos los auténticos seguidores de Jesús deban de proceder de Galilea (3,7), deben estar cimentados en el encuentro con el resucitado.
El punto de arranque está en Galilea, en el sentido histórico y en el sentido teológico, pero no se queda anquilosada en lugar alguno; la Iglesia es a-local, lleva en su misma constitución interna la impronta del universalismo. La primera manifestación de Jesús tiene lugar, según el evangelio de Marcos, en Cafarnaúm (1,21-34). Pero este Jesús que es aclamado como taumaturgo sale rápidamente de ese lugar (1,35); su misión salvífica no tiene límites restringidos; él ha venido a anunciar, a presentarse ante el mundo entero como quien realmente es, la salvación de Dios (1,38), Galilea, en esta dimensión es solamente el primer punto de ensanche para su automanifestación (1,39).
Los discípulos se oponen a este universalismo. Pedro, portavoz del grupo, le requiere para que vuelva a Cafarnaúm: “Todos te están buscando” (1,37). Pero Jesús, con su palabra, les arrastra al universalismo. “vamos a otro sitio” (1,38), cuyo primer escalón será Galilea (1,39). Son todas las luchas de la Iglesia primitiva las que están detrás de este sencillo relato ¿Los paganos están también llamados al reino? ¿la salvación no se circunscribe a una secta más dentro del judaísmo?. El libro de los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo nos dejaron un documental gráfico de estas tendencias que estuvieron a punto de ahogar a la Iglesia naciente. Pero los discípulos, la Iglesia, tiene que lanzarse a la aventura de la conquista del mundo. El segundo paso, en la obra de Marcos, será la Decápolis.
- La Decápolis (5,1-20)
La Decápolis de los tiempos de Jesús era una región helenizada, con población preponderantemente no judía, situada en la orilla oriental del mar de Galilea. Posiblemente su nombre le viene de un pacto inicial, una especie de confederación de diez ciudades, aunque en el decurso de la historia, estas no siempre fueron las mismas. Marcos pone la actuación de Jesús en estos lugares, narrando el episodio de la curación de un endemoniado, que se va a convertir en el predicador de Jesús “en toda la Decápolis” (5,20).
En Gerasa, un territorio-ciudad que el evangelista hace pertenecer a la Decápolis y asomarse a un mar que nunca conoció[5], Jesús actúa, se revela con la curación del endemoniado. Pero en Gerasa no tiene seguidores, más aún, no quiere tenerlos. El pueblo que ve los frutos de la liberación del exposeso vuelto a la normalidad, pide a Jesús que se aleje de su tierra (5,17), sienten ante el acontecimiento un terror sagrado (5,15). El hombre liberado de su esclavitud pide a Jesús hacerse partícipe de su discipulado, del grupo de sus seguidores. Le dice textualmente que le deje “estar con Él” (5,18), la misma expresión con la que el evangelista había designado el oficio de los discípulos (3,14). Pero Jesús no se lo permite, sino que lo envía a su casa, a los suyos, como mensajero de la misericordia de Dios, que había actuado sobre él, Esta es la síntesis del relato.
Jesús, a pesar de no tener actualmente, en el tiempo en que escribe el evangelista seguidor en la Decápolis, se ha manifestado allí; la Iglesia, actuación de Jesús que sigue llamando, tiene que darse más allá de Galilea, en tierras judeohelenistas. No tiene seguidores, porque la vocación sólo puede existir en el “mar”, en el que se revela plenamente Jesús, en la Iglesia. Tiene que darse anteriormente el encuentro con el resucitado (16,7), del que saldrán los hombres que proceden de Galilea (3,7), los auténticos cristianos. Los de la Decápolis se quedan en un escalón anterior al seguimiento (3,8), en el “venir a Él”. Pero la Decápolis está cerca del mar, cerca de la posibilidad de seguir a Jesús; le falta solamente recontarse con el resucitado, entrar a formar parte de la Iglesia. La presencia activa de Jesús en Gerasa posibilita a todos los habitantes de la Decápolis, a todas las comunidades mixtas de judíos y paganos, a reencontrar al Maestro. Un paso más en la expansión de la Iglesia por todo el mundo. Los discípulos, fieles al Maestro, tendrán que salir de los estrechos límites de un cristianismo judaizante y lanzarse a la predicación y actuación en otros pueblos, sin pensar que éstos ya no son estrictamente judíos.
- Tiro y Sidón (7,24-30)
El círculo se amplía en una nueva y ultima dimensión: los paganos. En aquella comunidad primitiva, que luchaba enconadamente entre cerrar sobre sí misma o abrirse a los paganos, el hecho de situar a Jesús en una tierra totalmente pagana en donde realiza, mediante un milagro, su autopresentación mesiánica, debía de ser sencillamente escandaloso. Jesús posibilita la fe en él también a los paganos.
Se trata ahora de una mujer helenista de religión y sirofenicia de raza (7,26). Acude al Maestro en busca de un milagro, que pone de manifiesto las luchas de la comunidad por recibir a los paganos dentro de ella (7,27-29). Jesús cede ante la fe de la mujer y el milagro se realiza. La Iglesia ha llegado ya a su culmen de expansión; los paganos han quedado posibilitados para reencontrarse con Jesús. Falta, solamente, como en el caso de Gerasa, la profesión de fe en la persona de Jesús, posiblemente después de que Jesús haya muerto, y que justamente será un pagano el primero en hacerla: “verdaderamente éste era hijo de Dios”, dirá el centurión al pie de la cruz en el momento de la muerte de Jesús (15,39)[6].
La Iglesia es así una llamada de Jesús a la humanidad entera; nadie queda excluido de ella. Él, dice el evangelista, ha departido por igual su autopresentación de hijo de Dios, captable sólo por la fe postpascual, en todos los pueblos a su alcance. Las barreras geográficas y étnicas, como las religiosas, quedan rotas ante el paso del que “todo ha hecho bien; el que hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (7,37). Es una Iglesias en expansión misionera, ocupada principalmente en que el nombre y la fuerza del resucitado llegue a todos los ámbitos de la tierra.
[1] Según las más antiguas tradiciones judías, el mesías aparecería de improviso en el templo de Jerusalén, volvería a hacer el milagro del maná, alimentando al pueblo de Israel y las aguas del Jordán se abrirían como las del mar Rojo en el antiguo éxodo.
[2] Job 8,8; 38,16
[3] Ex. 34,6 y 1Re 19,11-13
[4]Ex 3,14
[5] Gerasa, de acuerdo a la arqueología actual, es una localidad ubicada más al sureste del Mar de Galilea; sus territorios nunca llegaron hasta el lago de Tiberíades. Seguramente esta es la razón del cambió que sufrió la narración de Mateo que pone “región de los gadarenos” (Mt 8,28), y de las distintas lecturas en el texto de Marcos: tierra de los gerasenos (el texto más seguro), de los gadarenos (tomado de Mateo), de los gergesenos y de los gergistenos.
[6] Toda la imposibilidad de prestar fe, de seguir al Jesús en vida de éste, nace del hecho real de que solamente después de su muerte llegó a los gentiles la palabra salvadora del evangelio. El Jesús de la historia actuó solamente en Palestina y para los israelitas. Es por ello, quizás, el que los relatos de los milagros de Jesús realizados con los paganos se verifiquen siempre a distancia; jamás está Jesús presente en el lugar en que un pagano es curado.