JESÚS, EL QUE LLEGA.
BAUTISMO E INVESTIDURA
9 Sucedió que, en aquellos días, llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y Juan lo bautizó en el Jordán.
10 Inmediatamente, mientras subía del agua vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar como paloma hasta él.
11 Y hubo una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, en ti he puesto mi favor.
12 Inmediatamente el Espíritu lo empujó al desierto.
13 Estuvo en el desierto cuarenta días, tentado por Satanás; estaba entre las fieras y los ángeles le prestaban servicio.
9 Sucedió que, en aquellos días, llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y Juan lo bautizó en el Jordán.
La fórmula “en aquellos días”, utilizada aquí por primera vez, indica en Marcos el principio de una época, la del cumplimiento de las promesas (Jer. 31,31; Jl 3,2) y, por consiguiente, la etapa final de la historia.
Esta época se abre con la predicación de Juan, de quien se afirma explícitamente que cumple los vaticinios proféticos. Juan, el precursor, anuncia al que llega y al Espíritu que será infundido por Él. El acontecimiento que marca la nueva época es, por tanto, la presencia de Jesús, su actividad, su muerte y exaltación.
La llegada de Jesús se relata con toda sencillez. En griego, el nombre de Jesús no lleva artículo, única vez en el evangelio además del título (1,1). Marcos presenta a Jesús como a un hombre hasta ese momento desconocido y sin relieve en la sociedad (“cierto Jesús”), como uno más que llega para ser bautizado. Su nombre, que significa “Dios salva”, es en hebreo y en griego el mismo que el de “Josué”, el personaje que coronando el antiguo éxodo introdujo a los israelitas en la tierra prometida. Con Jesús se presenta el protagonista del relato de Marcos anunciado en el título (1,1).
Según lo expresaba el texto de Ex. 23,20 citado en Marcos 1,2, Jesús llega al Jordán consciente de su misión, que se formula en términos de éxodo, como “recorrer su camino” (1,2), que es el “camino del Señor” (1,3). Jesús está llamado, por tanto, a liberar a un pueblo de la opresión para conducirlo a una nueva tierra prometida. Ante todo, tiene que llevar a término su “éxodo” personal, para que, tras él, puedan realizarlo también sus seguidores.
Mientras el evangelista no ha dicho nada sobre el origen de Juan Bautista, de Jesús afirma que viene de un pueblo de la región del norte. Ofrece dos precisiones geográficas. Nazaret y Galilea. Galilea, separada de Judea y de su capital Jerusalén por la Samaría, territorio judío-pagano, era la provincia religiosamente menos observante, socialmente más oprimida y políticamente más inquieta. Había sido la cuna y el reducto del movimiento zelota, fuertemente nacionalista y anti romano. Sus habitantes tenían fama de vigorosos, bravos y amantes de la libertad.
En particular, la región montañosa donde se encontraba Nazaret era considerada un foco de exaltados. Nazaret estaba situada a poca distancia de Séforis, a la que el Procurador Gabinio había hecho capital de Galilea en el año 57 AC., quitando al Gran Consejo de Jerusalén la jurisdicción en aquella comarca. Dejó de ser capital el año 4 AC.
Jesús procede de Galilea, no de Judea, en contra de lo que se esperaba del Mesías. Llega al Jordán para bautizarse. Al acudir al pregón de Juan, Jesús reconoce la misión divina del bautista y muestra solidaridad con el movimiento suscitado por él. Refrenda su actuación que ha despertado la conciencia de la masa, y confirma la necesidad de ruptura con la injusticia dominante, haciendo suya la aspiración general por una sociedad justa. Con ello se coloca, como Juan, al margen de la institución judía.
Así, hay una estrecha relación entre el bautismo de Jesús y el de los demás, pero existe al mismo tiempo una diferencia esencial. Jesús no confiesa sus pecados (1,5). Su bautismo adquiere así un significado distinto de los anteriores. De hecho, en la escena, Jesús aparece solo, no está mezclado con otras personas.
La gente, al bautizarse, manifiesta abiertamente su ruptura con la injusticia en la esfera personal (los pecados) y se comprometía a ponerle fin (la enmienda). Esto significaba, en primer lugar, una autocrítica, es decir, una toma de conciencia de la propia responsabilidad respecto a la situación injusta. Al mismo tiempo manifestaba el propósito de acabar con tal situación en cuanto dependiera de cada uno. La confesión de la propia complicidad con el mal, y el bautismo, que simbolizaba la ruptura definitiva con él, expresaban públicamente el deseo de una sociedad justa.
Jesús recibe el bautismo de Juan, símbolo y compromiso de muerte, pero en su caso no se trata de una muerte al pasado (a los pecados) ni es expresión de enmienda. Él no se declara cómplice de la injusticia. Su bautismo es en cambio, un símbolo de muerte en el futuro. Por eso, más adelante, hablará de su muerte como de un bautismo (10,38). Su bautismo expresa su disposición a la entrega total. Jesús se compromete a cumplir su misión a favor de los hombres, y para llevar adelante esa empresa, está dispuesto a no escatimar ni su propia vida. Mediante su entrega personal, el Mesías va a realizar el éxodo definitivo, para constituir el nuevo pueblo y comenzar una sociedad nueva. Va a recoger así la aspiración de la gente que, rompiendo con la injusticia, ha demostrado su deseo y su disposición.
10 Inmediatamente, mientras subía del agua vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar como paloma hasta él.
A diferencia del de la gente, el itinerario de Jesús no termina en el Jordán. El “bautismo/inmersión” implica dirección hacia abajo, lugar metafórico de la muerte, pero este movimiento va seguido del “subir desde el agua”, que representa el ir a la vida. Sobre Jesús no pesa un pasado, pero ante él se abre un futuro. Él es consciente de su misión. Su labor ya no depende de Juan, e irá más allá de lo que éste propone. Juan desaparece de la escena.
Al subir Jesús desde el río, una vez expresado su compromiso, se produce inmediatamente la respuesta celeste. La narración cambia de punto de vista; enfocada hasta ahora desde el exterior (“llegó Jesús” … “fue bautizado por Juan”), introduce en este punto un verbo de percepción: “vio”. La escena que sigue se contempla, por decirlo así, con los ojos de Jesús. Se presenta como una experiencia personal suya.
Jesús ve “rasgarse el cielo”, es decir, experimenta que la esfera divina queda abierta para él. El verbo “rasgarse” -y no abrirse- implica cierta violencia. El compromiso de Jesús “rasga el cielo”, rompe la frontera entre Dios y la humanidad. Con esta imagen, el evangelista señala el valor supremo de la entrega de Jesús y, al mismo tiempo, cómo Dios, por decirlo así, no puede contener la expresión de su amor cuando encuentra en el hombre un amor como el suyo.
La metáfora “rasgarse” indica irreversibilidad. Lo rasgado aparece como irrevocablemente abierto. Se anuncia con esto que a partir de Jesús y a través de él, Dios va a comunicarse de una manera nueva, directa y continua, que lo hará cognoscible y accesible a la humanidad entera.
La respuesta divina al compromiso de Jesús es la bajada del Espíritu, que une la esfera divina con la humana, a Dios con el ser humano. La decisión de Jesús, su propósito de entregarse por la salvación de la humanidad, atrae irresistiblemente al Espíritu de Dios. La trayectoria descendente del Espíritu va al encuentro de la ascendente de Jesús (“subía del agua”), hasta que ambas se unen (“hasta él”). Desde ahora, la trayectoria del Espíritu y la de Jesús serán una y la misma.
La bajada del Espíritu se describe en forma de experiencia, continuando la de “ver rasgarse el cielo”. Jesús “ve” que el Espíritu, realidad celeste, baja hasta penetrar en Él. El término “Espíritu”, que significa “viento/aliento”, referido metafóricamente a Dios, denota la fuerza (“viento”) y la vida (“aliento”) de Dios mismo.
El artículo que precede al Espíritu lo identifica con el mencionado en 1,8, pero denotando además totalidad. Dios comunica a Jesús la plenitud de su fuerza y vida. Así Jesús es el Hombre-Dios.
Ninguna de las dos veces que pone Marcos al Espíritu en relación con Jesús (1,10.12) lo califica de “Santo”. Esta omisión puede ponerse en paralelo con el hecho de que Jesús no “confiesa sus pecados”. En 1,8, el calificativo “Santo” significaba “el que consagra” haciendo pasar de la esfera del pecado a la esfera divina. Al omitirlo en relación con Jesús, el que no tiene pecado, señala Marcos, que éste no necesita ser reconciliado con Dios. Que ha gozado siempre del favor divino.
El Espíritu baja “como paloma”. El apego de la paloma a su nido era proverbial y se usaba en comparaciones. Según esta imagen, el Espíritu baja hasta Jesús velozmente, como a su lugar deseado. Corresponde esta imagen a la anterior de “rasgarse el cielo”. Una y otra indican metafóricamente lo que en lenguaje humano podría llamarse la atracción irresistible que ejerce sobre Dios el compromiso total de Jesús. El que se entrega por amor a los hombres es el lugar natural del Espíritu de Dios.
Pero la expresión “como paloma” tiene también otro significado. Aunque no existen simbolismos bíblicos de la paloma aplicables a esta escena, una antigua exégesis rabínica hecha por Ben Zoma en el año 90 DC., comparaba el cernirse del Espíritu sobre las aguas en la primera creación (Gn 1,2), al revolotear de una paloma sobre su nidada. Esta interpretación consignada por escrito en el año 90 DC., era sin duda ya común en la época de los evangelistas. Conforme a ella, el que baja sobre Jesús es el Espíritu creador, que termina en Jesús la creación del hombre, llevándolo a la plenitud humana.
Esta escena funda así la denominación “el Hijo del hombre/el hombre pleno”, que el autor del evangelio aplicará a Jesús. Para llevar a cabo su misión, Jesús alcanza la plenitud de la condición humana, que incluye la condición divina. El Hombre es, por tanto, el Hombre-Dios, el portador del Espíritu.
La bajada del Espíritu sobre Jesús remite a varios textos proféticos que interpretan la misión para la que el Espíritu (la unción mesiánica) habilita al Mesías.
- Is. 11,1-9. El Espíritu da al Mesías cualidades que le permitirán hacer justicia verdadera a pobres y desamparados, condenando al violento y al malvado. El resultado será una paz idílica.
- Is. 42, 1-4. Presenta al servidor de Dios, portador de su Espíritu, como el que ha de anunciar y hacer triunfar el derecho, no sólo en Israel, sino en la humanidad entera. Pero no será demagogo ni violento, sino respetuoso con la libertad y paciente.
- Is. 61,1s. Identifica al Espíritu con la unción. La misión del ungido se realiza a favor de los pobres, cautivos y oprimidos.
Estos textos proféticos confirman que la enmienda pedida por Juan se refería a la injusticia ya a la opresión, y que el bautismo de Jesús significaba su compromiso de enfrentarse con ellas.
La bajada del Espíritu es pues, la unción de Jesús hecha por Dios mismo, la investidura de Mesías (ungido) que lo capacita para su misión. La frase “vio al Espíritu bajar hasta él” subraya la conciencia mesiánica de Jesús.
La experiencia visual de Jesús declara ante todo su ser el Hombre en su plenitud, el Hombre Dios, aludiendo ya a su misión: “el Ungido” Mesías.
11a “Y hubo una voz del cielo…”
Tras la experiencia visual se describe una experiencia auditiva: la voz que como el Espíritu, también procede del cielo, morada simbólica de Dios, concebida en sentido espacial (de altura e inaccesibilidad). De esta forma se significa la excelencia de Dios respecto de lo creado. Se usa así en lugar del nombre de Dios.
En paralelo con el “vio” del verso anterior, se habría esperado la frase “oyó una voz del cielo”. Sin embargo, el verbo que usa Marcos, denota mero suceso: “hubo”; “existió”, sin incluir la idea de sonido o audición. Con esto Marcos, indica que la comunicación no es necesariamente auditiva, sino que es la experiencia interna consciente de lo expresado por la voz.
El momento en que se percibe la voz coincide con el final de la trayectoria del Espíritu. Es el contacto del Espíritu el que hace presente la comunicación divina, y ambos hechos describen la misma experiencia íntima de Jesús.
Esto significa que “el cielo” se ha aproximado, es decir, que Dios está en Jesús. Donde está el Espíritu está y actúa Dios. Se constata que Marcos, emplea el término “el cielo” como puro símbolo de la esfera divina, sin sentido espacial alguno. Jesús, en quien el Padre está, está presente y habla, es, por su persona y actividad, la presencia misma de Dios en la historia. La voz va a explicar el efecto y el sentido de la bajada del Espíritu.
11b “Tú eres mi Hijo, el amado, en ti he puesto mi favor”
Como la experiencia está descrita desde el punto de vista de Jesús, no del narrador, a Dios no se le nombra. Se expresa sólo lo que Jesús siente.
Por la frase “Tú eres mi Hijo”, se conoce que Dios habla en papel de Padre. Esta frase es una cita libre del Sal 2,7 en donde se lee: “Hijo mío eres tú”. En ella, Dios se dirige al rey que él mismo ha establecido. El salmo interpreta teológicamente la entronización del rey, que es llamado el Ungido de Dios. La bajada del Espíritu significa pues, que Jesús ha sido consagrado y constituido por Dios Rey-Mesías, y que Dios mismo lo apoya contra sus enemigos.
El apelativo “Hijo mío”, más o menos indeterminado, del texto sálmico, se cambia en “mi Hijo”. Esta expresión tiene carácter exclusivo, en correspondencia con la entrega total y única que ha hecho Jesús en su bautismo, posible por la ausencia de pecado en él. Respecto al salmo, cambia, además, el orden de las palabras: el “Tu” enfático inicial de Marcos, centra la declaración divina en la persona de Jesús, no en el título de hijo. No se trata pues de uno más en la serie de “hijos de Dios”, como serían los reyes de Israel. Se subraya, por el contrario, la singularidad de Jesús, que en su persona realiza de manera plena la condición de “Hijo de Dios”.
El bautismo no es, por tanto, un relato de elección. Con la profecía citada en 1,2 expresaba Marcos que Jesús tenía conciencia de su misión mesiánica (“tu camino”). Jesús llega de Galilea sabiendo a lo que está llamado; la escena del Jordán presenta su compromiso de entrega a su misión y su investidura como Mesías.
Se refuerza esta deducción al considerar que al sujeto “Tu” se le atribuye no uno, sino prácticamente tres predicados. El pronombre “Tu” domina pues toda la frase. El Padre declara su amor sin límites por Jesús, acumulando los tres términos. Esta explosión de amor divino es la respuesta al compromiso de Jesús y la aprobación plena de la línea que se ha propuesto seguir.
El amor del Padre por Jesús se ha expresado en la comunicación de su Espíritu: el amor se realiza en la comunicación de vida.
En el contexto semítico, “Hijo” no significa simplemente el que recibe vida de otro, sino, ante todo, el que actúa y se comporta como su padre. La entrega de Jesús a favor de los hombres va a ser, por tanto, la revelación del amor de Dios por la humanidad. La frase “Tú eres mi Hijo” no revela en primer lugar lo que es Jesús, sino lo que es Dios. Con ello afirma el Padre que su actitud para con los hombres es la misma que ha manifestado Jesús. En Él puede verse lo que Dios es.
El apelativo “mi Hijo” no se refiere pues al ejercicio de un poder dominador, como en los personajes del AT. Jesús es “el Hijo” igual al Padre por tener la plenitud de su Espíritu, es decir, de su fuerza de vida y amor.
El segundo predicado, “el amado” traduce a veces el hebreo “Hijo único”. La declaración divina recuerda sobre todo Gn 22,2 “Toma a tu hijo, a tu único, a tu amado, al que quieres, a Isaac”. El texto subraya la relación particularísima de Jesús con Dios, en cuanto Hijo único, lo que da al primer título una profundidad nueva. Jesús no es un rey o un profeta entre otros,
Por otra parte, el símbolo de muerte voluntariamente aceptada que ha sido el bautismo de Jesús ilumina el sentido de la expresión “el amado/el único” que alude a Isaac. La alusión muestra que Dios, que se revela como Padre de Jesús, acepta su ofrecimiento: se declara dispuesto a entregar a su Hijo, pero invirtiendo los términos en que lo hizo Abrahán: no por el honor de Dios, sino por la salvación de la humanidad.
La frase final “en ti he puesto mi favor”, corresponde a Is. 42,1. La alusión al Servidor de Dios incluido en la unción con el Espíritu se hace explícita en las palabras divinas. El servidor es el que ha de dar la vida para instaurar el derecho y la justicia en el mundo entero. De este modo insinúa Marcos, la universalidad de la obra del Mesías y confirma la aceptación divina de la entrega de Jesús, expresada en el apelativo “el amado”. El mesianismo de Jesús se distancia así por completo de la idea triunfal del reino mesiánico imperante en la cultura judía de entonces.
La frase “en ti he puesto mi favor” coloca el hecho en el pasado. Como los otros miembros de la locución divina, supone el compromiso hecho por Jesús en su bautismo: el favor divino se ha expresado en la comunión del Espíritu.
Así como la experiencia visual (bajada del Espíritu) describía ante todo el ser de Jesús, la declaración divina (“Tú eres mi Hijo…”) pone de relieve su misión. Este binomio “ser-hacer” se reflejará en varios pasajes del evangelio.
En síntesis, la voz del cielo dibuja la figura de Jesús reuniendo rasgos dispersos en el AT. El Mesías/Ungido por el Espíritu es el Rey establecido por Dios, el jefe del nuevo pueblo de Dios, que se extiende a la humanidad entera. Es el Hijo único y amado, cuya muerte por el bien de los hombres expresa el amor de Dios por la humanidad. Su misión incluye la del Servidor de Dios, liberar a los oprimidos, pobres y cautivos, y coincide con la del Rey mesiánico, pero ampliándola para establecer el derecho en el mundo entero y dando su vida para realizarla. Dios está con él, acepta su compromiso y le manifiesta su amor. Su obra será la de Dios mismo. La unción con el Espíritu es su investidura mesiánica, pero de un Mesías muy diferente del “hijo/sucesor de David” esperado.
El bautismo de Jesús es el prototipo del “bautismo con Espíritu Santo” anunciado por Juan como obra propia del Mesías. Supuesta la ruptura con la injusticia (bautismo de Juan), muestra el compromiso positivo que a todos toca hacer: la adhesión a Jesús, con la entrega de sí mismos a una misión como la suya, colaborando con Él en la salvación de la humanidad. Este es el camino del Mesías, y el mismo ha de ser el del pueblo mesiánico. A ese compromiso responde Dios como Padre, comunicando su Espíritu y situando al hombre en la línea de “el Hombre”, Jesús, en la línea de la plenitud humana, que es la de “Hijo de Dios”.
12 Inmediatamente el Espíritu lo empujó al desierto.
El Espíritu, que es fuerza, entra inmediatamente en acción: empuja a “Jesús al desierto”. “Empujar” es una metáfora para indicar el impulso irresistible que experimenta Jesús. El Espíritu es un constituyente de su ser.
Se encuentra aquí un caso paralelo al de 1,10. Al adverbio “inmediatamente” se une un verbo que tiene un rasgo de violencia. Allí “rasgarse”; aquí “empujar”. En el primer caso indicaba la irreprimible urgencia del amor del Padre a Jesús; en el segundo, la irreprimible urgencia del amor de Jesús a la humanidad entera.
El Espíritu desplaza a Jesús hasta colocarlo establemente “en el desierto”. Como el agente que lo empuja es divino, este desplazamiento e instalación corresponden al plan de Dios sobre Jesús, que consistía figuradamente en recorrer el camino de un éxodo. “El desierto” representa el lugar donde Jesús ha de recorrer su camino hacia la tierra prometida.
Pero este “desierto” tiene un sentido diferente al de Juan. El desierto donde se presentó Juan tenía una localización geográfica colindante con el río, estaba despoblado y separado de la sociedad. Desde ese desierto podía oírse la voz de Juan; era el lugar de la exhortación a la enmienda, expresada por el bautismo, y donde se obtenía el perdón de los pecados.
Por el contrario, “el desierto” donde entra Jesús no tiene localización determinada, no está desahitado y no se ejerce desde él ninguna acción sobre la sociedad externa. Sus características son:
- Jesús entra en él llevado por la fuerza del Espíritu;
- Permanece en él un período largo y homogéneo de tiempo;
- Es tentado
- Se encuentra rodeado de fieras
- Los ángeles le sirven
- No ejerce actividad alguna
- No recibe comunicación divina
Un desierto poblado deja de ser un desierto en el sentido ordinario. Pero, además, la calidad de los seres que lo pueblan (Satanás, las fieras, los ángeles) y su presencia simultánea alrededor de Jesús saca a este desierto del plano geográfico-histórico para darle un valor teológico figurado.
El desierto fue el lugar del éxodo de Israel, y un éxodo va a ser la obra del Mesías (1,2). Dado que la culminación del éxodo de Jesús será su muerte-resurrección, el desierto representa la sociedad judía en la que Jesús va a vivir y a actuar hasta que llegue ese momento. El significado de los cuarenta días confirmará esta interpretación.
El desierto, como figura, denota un lugar separado de la sociedad. En el caso de Jesús, esta separación se verifica en el terreno de los principios. Jesús no comparte en absoluto los falsos valores de la sociedad judía y no se integra en ella. La figura del “desierto” continúa así el tema de la ruptura con la sociedad injusta, ya expresado en el bautismo. El Espíritu empuja a Jesús a entrar en la sociedad judía, pero manteniendo la plena ruptura con sus valores.
Por única vez en este evangelio se menciona que Jesús está impulsado por el Espíritu. También esto prueba que la escena del desierto resume toda la vida pública de Jesús. El evangelista pretende comunicar que, en su labor, Jesús va a actuar siempre movido por el Espíritu que está en él.
13 Estuvo en el desierto cuarenta días, tentado por Satanás; estaba entre las fieras y los ángeles le prestaban servicio.
El número “cuarenta días” es frecuente en el AT. Para designar un período de tiempo en el que persiste una situación homogénea (paz, reinado, lucha) y se calcula en años como la duración de una generación. Sin embargo, el número cuarenta alude sobre todo a los cuarenta años que duró el éxodo de Egipto, hasta llegar a la tierra prometida. En el contexto del éxodo que crea la mención del desierto, los “cuarenta días” se convierten en figura de la duración de la vida y actividad de Jesús hasta su muerte-resurrección.
A continuación, expresa Marcos, las condiciones en que va a desarrollarse esa actividad. En primer lugar, a lo largo de toda su vida pública, Jesús va a ser tentado, es decir, va a ser incitado a desviarse de su línea mesiánica, del compromiso expresado en el bautismo.
“Satanás” es un término hebreo que, en su origen, significa principalmente “el adversario” o contrincante que acusa en un juicio. De ahí pasa a significar un miembro de la corte celeste que acusa al hombre ante Dios. Más tarde, en tiempo de Jesús, separado ya de la corte celeste, se pensaba que Satanás era un espíritu enemigo del hombre, que procura su ruina y quiere destruir la obra de Dios.
Dentro de la sociedad judía, figurada por “el desierto”, “Satanás” que tienta a Jesús, representa un agente que va a inducirlo continuamente a traicionar su compromiso. Sin embargo, en todo el relato evangélico, la figura de Satanás no vuelve a aparecer en contacto con Jesús. Esto indica que, como “el desierto”, “Satanás” es un término figurado y Marcos, utiliza la figura conocida del enemigo del hombre, dándole un nuevo contenido.
El desierto era tradicionalmente el lugar de los agitadores con pretensiones mesiánicas. La tentación típica del desierto es la del cabecilla que alista secuaces con la intención de conquistar el poder, derrotando a los que lo detentan. La tentación pretende, por tanto, inducir a Jesús a adoptar un mesianismo de violencia, contrario al plan de Dios, cuyo objetivo fuese la conquista del poder político, renunciando a su compromiso anterior, que excluía el dominio y el triunfo terreno y lo llevaba a la entrega de su vida. “Satanás” representa así, la ideología del poder, que hace de este, un valor supremo e incita a la ambición de dominio. En el texto evangélico, este Satanás/ideología, estará encarnado en hombres o en instituciones (1,24.34.37: 3,11s; 8,11.32s. Ped. 10,2; 11,9s y 12,15).
La permanencia de Jesús en el desierto es figura de la inalterabilidad de su ruptura con los valores de la sociedad. Su inactividad en esta escena se opone precisamente a la actividad sediciosa y guerrera de los cabecillas que se retiraban al desierto para empezar allí los movimientos rebeldes. Su inmunidad a la tentación muestra que, en su vida pública, Jesús no va secundar la ideología zelota, ni va a hacerse líder en masas para comenzar un movimiento revolucionario que lleve adelante un alzamiento con la fuerza.
Otros habitantes del desierto son “las fieras”. La determinación indica que no se trata de cualquier tipo de fieras, sino de fieras conocidas por el lector. Se descubre una alusión a Dn. 7, donde las fieras son figuras de imperios paganos, de poderes políticos dominadores y crueles. Cambiando el sentido de Daniel, como lo hará con otros textos, Marcos, instala estos poderes destructores dentro de la sociedad judía. Así, las fieras representan la amenaza que son para Jesús, ciertos círculos de poder existentes a su alrededor.
Aparecen así, “las fieras” como un complemento de “Satanás”. Este es figura del poder como ideología. Por eso, su actividad “tentar” se dirige al interior del hombre y se ejerce en la línea de la persuasión; estará representado por los partidarios del poder, que tratarán de atraer a Jesús a esa ideología o le ofrecerán la oportunidad de hacerse líder político. “Las fieras”, en cambio, son figura de los poderes opresores, religiosos y políticos. Estos actúan desde el exterior del ser humano, ejercen la violencia física y darán muerte a Jesús.
Finalmente, en el desierto hay también “ángeles”. En 1,2, el “ángel/mensajero” era una figura que se verificaba históricamente en Juan el bautista (1,4), lo que muestra que Marcos, “ángel” no designa necesariamente seres espirituales, sino que puede designar a hombres. Igual que sucede con Satanás, nunca aparecen ángeles en contacto con Jesús durante su vida pública. Estando situados estos “ángeles”, como los están “Satanás” y “las fieras” en la sociedad en que se encuentra Jesús (“el desierto”), representan un grupo humano determinado.
La función de estos individuos/ángeles es colaborar con Jesús. De hecho, el verbo “servir/prestar servicio” admite una variada gama de matices, desde “servir a la mesa” hasta “colaborar/ayudar”. “Los ángeles” representan, pues, a los que, por adhesión a Jesús, le ayudan en su tarea y colaboran con su misión. Como la del tentador, su actividad es continua.
En resumen, la descripción del desierto propone el escenario donde Jesús va a ejercer su actividad. Va a encontrarse en una sociedad en la que se intentará incesantemente persuadirlo a abandonar su compromiso y convertirse en un líder político que pretenda conquistar el poder (Satanás). La tentación será ineficaz. Al lado de esto, existe a su alrededor una actitud peligrosamente hostil, la de los poderes, enemigos acérrimos de su programa, que acabarán dándole muerte (las fieras). Pero al mismo tiempo, encontrará un grupo de hombres y mujeres que le dan su adhesión y le ayudan en su actividad (los ángeles).
La escena termina sin mencionar que Jesús salga del desierto. Es más, la siguiente no comenzará con un verbo que indique la vuelta de Jesús a Galilea. Simplemente dirá “llegó”. Jesús no saldrá de este “desierto” sino con su muerte.
ANEXO SOBRE EL PODER
En el evangelio de Marcos, muchas veces se habla del poder. Por eso es necesario definir con claridad qué se entiende cuando al utilizar este término. El poder puede definirse de modo muy general como la posibilidad de imponer la propia voluntad sobre la conducta de otros. Se trata de un dominio que impone sumisión. Los instrumentos del poder pueden ser muchos, entre ellos se destacan tres:
- La capacidad de intimidar, que se sirve de la violencia y de la coacción, y amenaza con el castigo. El resultado del uso de este instrumento es convertir a las personas en cobardes.
- La capacidad de recibir recompensas, que compra la adhesión de las personas, con la promesa de recibir algo a cambio: estima, riquezas u honores, o también explotando la ambición de los otros y su deseo de seguridad. Con esto se logra tener personas despreciables, serviles e interesadas.
- La capacidad de persuadir, que inculca una ideología que exalta el poder y presenta la obediencia y la sumisión como un bien deseable. Se fundamenta la autoridad en el saber y en el obrar, y explota la ignorancia o la falta de criterio y de espíritu crítico. Esto hace personas infantiles, gregarias e inmaduras.
Los tres instrumentos se combinan de maneras muy diversas. El gran triunfo del poder está en hacerse venerar en incluso amar por aquellas personas que son oprimidas. Por otra parte, hay que distinguir el poder y la autoridad. Estas dos realidades que son distintas pueden oponerse de la manera siguiente.
- PODER: Es el dominio basado en el temor (violencia), en la ambición (recompensa) o en la credulidad y falta de espíritu crítico (persuasión). Impone la sumisión, mantiene o aumenta la desigualdad entre el poderoso y los súbditos.
- AUTORIDAD: Es el servicio basado en la competencia personal (carisma). Lleva a la maduración de los otros y va haciendo disminuir la desigualdad.
Fuente de poder es, en primer lugar, la personalidad del líder, que puede imponerse por la fuerza física, por su capacidad intelectual, por su elocuencia o por la impresión que da de seguridad y certeza. Una segunda fuente de poder es la riqueza, que hace a las otras personas dependientes del poderoso, que puede sobornar o comprar voluntades. La tercera, de importancia decisiva, es la organización, con la que el poder se mantiene mediante la fuerza (policía o ejército) o mediante la persuasión (aparato de propaganda) y difusión de una ideología.
Muchos de estos aspectos del poder aparecen en el Evangelio de Marcos, referidos sobre todo a la institución religiosa judía y en menor medida, a los poderes civiles. La insistencia de Marcos, sobre el poder y dominio ejercidos por la institución religiosa judía, se debe al gravísimo abuso que ésta hacía al utilizar el nombre de Dios para justificar su ideología y su opresión sobre el pueblo.
La violencia del poder religioso se manifiesta en el evangelio en los propósitos de eliminar a Jesús (3,6; 11,18 y 14,1), que culminan en su condena a muerte (14,64).
El poder civil muestra su arbitrariedad y violencia en la prisión y muerte de Juan Bautista (6,17-27) y en la condena de Jesús a morir en cruz (15,15).
El poder de persuasión se basaba:
- En el carácter teocrático del sistema judío, que lo revestía de un halo de santidad, eficaz para encubrir su injusticia.
- En la veneración por el culto y el templo, aunque ambos se habían convertido en una empresa financiera. El pueblo se sometía sin protesta a la explotación económica que se ejercía en nombre de Dios.
- En el prestigio de los letrados y en el carácter divino que atribuían a la tradición que ellos habían ido creando
La facción farisea disponía, además de una organización muy eficaz que era la institución de la sinagoga, a través de la cual sembraba en el pueblo su ideología. Esta facción marginaba a sectores del pueblo (1,39-45; 5,24b-34), infantilizaba a los fieles en el legalismo (3,1-5; 5,21) y, gracias al prestigio de los letrados, los dominaba hasta el punto de hacerles negar su propia evidencia (6,1b).
Jesús es todo lo contrario. Rechaza el liderazgo del poder (1,25.33.34.36-38; 3,9-11) y previene a los suyos contra toda ambición de rango o ejercicio del poder, dentro de la comunidad (9,35; 10,42-45). No presenta resistencia cuando van a prenderlo (14,48). No se impone a sus discípulos, los trata como amigos (2,19) y, a sus seguidores en general, los considera familiares suyos (3,35). En lugar de dominar, Jesús pone su vida al servicio de los demás y hace del servicio el rasgo distintivo de sus seguidores. Al crear el nuevo Israel (Los Doce), le da una misión universal al servicio de la humanidad (3,14), eliminando de él la aspiración hegemónica propia del judaísmo.
Para emancipar al pueblo del dominio ideológico que sufre, Jesús enseña, despertando en las personas el espíritu crítico (1,22), y ofreciendo criterios para juzgar la realidad de sus dirigentes (12,38-40). Se enfrenta con lo que oprime al pueblo y restaura la integridad de los oprimidos, permitiéndoles su desarrollo personal (3,1-7a). Ofrece una alternativa a los marginados por el sistema (5,24b-34).
Jesús, por tanto, contrapone a la ideología del poder un ideal de igualdad para los hombres y mujeres y sus respectivos pueblos, que excluye toda discriminación y fomenta la solidaridad entre ellos. Quiere que el ser humano sea libre y autónomo (2,11.18-22.23-26) y que actúe por convicción personal (1,43), no por imposición de códigos o de sistemas (2,28; 7,1-5).
La sociedad propone como medio de realización humana la integración en el orden establecido, religioso o civil, proclamando la sumisión a ese orden. Jesús, por el contrario, propone como ideal la plenitud humana, el despliegue de todas las potencialidades del ser humano, que se va alcanza en la medida que está movido por el Espíritu. De este modo, el seguidor de Jesús es el que hace del amor que comunica vida, su única norma de conducta, sin temor a la hostilidad que esto provoque contra él por parte de los sistemas de poder y de sus ideologías.