EL HOMBRE Y LA LEY.
ANTIGUA ALIANZA Y REINO DE DIOS
27 Y les dijo: El precepto existió por el hombre, no el hombre por el precepto;
28 Luego, señor es el Hombre también del precepto.
Esta primera parte del dicho de Jesús se refiere inmediatamente a la perícopa anterior. Engloba la acción de David en el contexto más amplio de la obligación legal, representada por el precepto considerado máximo, el del descanso festivo.
La segunda parte (v28) se refiere, en cambio, al caso de Jesús y sus discípulos, abriendo a estos el horizonte de la plena libertad.
Aunque la institución del precepto festivo del sábado tenía su fundamento en el relato de la creación (Gn 2,1-3), como tal precepto no llegó a existir hasta la promulgación de la Ley en el Sinaí[1].
Según el relato de la creación, el hombre, hecho a imagen de Dios (Gn 1,26), es señor de la tierra y de lo creado (Gn 1,28), para continuar con su actividad la obra divina (2,15). El precepto del descanso tuvo por motivación teológica, que el ser humano, sin distinción de clase, libre o esclavo, pudiera participar en el descanso de Dios creador (Ex. 20,8-11). Este no era un precepto para someter al ser humano, sino un don, una bendición (Gn. 2,3; Ex. 20,8-10). Con el descanso que interrumpe el trabajo, el hombre se asemeja a Dios, Señor de la creación, y goza de ella. Así, el sábado es ya anticipo y promesa de la libertad a que está llamado el ser humano; es profecía de un éxodo definitivo.
De los textos del Antiguo Testamento se desprende claramente cómo y por qué el precepto del descanso es una ayuda para el hombre. Opuesta es la postura de los fariseos, a quienes dirige Jesús este dicho. Ellos, contra el designio de Dios, lo han convertido en una ley esclavizadora.
Con su dicho, Jesús define el papel del precepto del descanso en la antigua alianza; estaba en función del hombre y para eso había sido instituido. El hombre no podía ser un mero súbdito sin libertad; tenía que ser, al menos, parcialmente, señor. Ataca así la interpretación farisea del precepto.
La parte negativa del dicho: “y no el hombre por el precepto”, refuerza la declaración, oponiéndose a las especulaciones de la doctrina farisea. Para los letrados, el sábado era un absoluto, existente antes de la creación del mundo, celebrado siempre en el cielo y por el que existen la creación y el hombre mismo, y que no depende en nada de la contingencia humana. Jesús, por el contrario, declara que el precepto no es un absoluto ni es eterno; fue promulgado en un momento histórico bien conocido y para el servicio del ser humano.
La afirmación de la superioridad del hombre sobre el precepto tira abajo la interpretación rigorista de la Ley impuesta por los fariseos. También en la antigua alianza era el hombre el valor supremo; por eso la obligación de la Ley cedía ante la necesidad y el bien del hombre, como ha a aparecido en el caso de David.
28 Luego, señor es el Hombre también del precepto.
De primera importancia es la oposición que establece este dicho entre la expresión “el Hombre” (el Hijo del Hombre) y el “hombre” del dicho anterior. Por alusión a la creación primordial, el “hombre” de 2,27, remitía a la figura de Adán; era el hijo de Adán, creado a imagen de Dios. En cambio, la expresión “el Hombre” (con mayúscula) del v28 designa al que es “Hijo de Dios”, el que como portador del Espíritu posee la autoridad divina (2,10) y actúa como Dios en la tierra, borrando el pasado del hombre y dándole vida (2,5-11). El primero es el “hombre-Adán”; el segundo es el “Hombre-Dios”.
En el dicho anterior Jesús ha hecho una declaración sobre el papel del precepto respecto al “hombre-Adán”. Dios no lo creó para que fuera súbdito de una Ley, sino para que, mediante ella, fuese imitador de Dios mismo. El precepto tenía la función de recordar al hombre su vocación a la libertad.
Sin embargo, en el ámbito del “hombre-Adán” seguía existiendo la esclavitud. El precepto era sólo el símbolo de una libertad plena, semejante a la de Dios mismo. Su mera existencia demostraba que el hombre no había llegado aún a realizar el designio divino. El precepto del descanso era, pues, como el estado del hombre transitorio.
Por eso, la segunda parte de la declaración de Jesús, se presenta como consecuencia de la primera (luego el Hombre...). Es decir, cuando se cumple en “el Hombre” el designio de libertad, al que miraba el antiguo precepto, éste resulta superfluo. Ha pasado el anuncio, la promesa, para dar paso a la nueva realidad (1,15). El Hombre que es portador del Espíritu de Dios y actúa según él, no está regulado en su conducta por una ley externa, sino por el impulso interior del Espíritu.
La Ley pretendía garantizar un mínimo de convivencia social; de ahí el carácter negativo de sus preceptos éticos. En cambio, el Espíritu presente en el hombre, es fuerza de amor que no solamente excluye toda actividad nociva respecto a los demás, sino que constituye una fuerza positiva de bien y de vida. La ética de la Ley, expresada en prohibiciones que no desarrollan a la persona, es un marco demasiado pequeño para las posibilidades que Jesús abre al hombre; es la actividad creativa impulsada por el amor al que hace crecer y madurar al ser humano.
La Ley presentaba a un Dios que aseguraba la convivencia reprimiendo las tendencias destructoras de los individuos; Jesús presenta a un Dios que comunica su Espíritu para potenciar al ser humano. Idealmente, la observancia de la Ley habría desembocado en una sociedad no injusta; la acción del Espíritu lleva, por la solidaridad del amor, a la sociedad de la plena libertad y justicia, al Reino de Dios.
“El Hombre” por antonomasia es Jesús, el portador del Espíritu (1,10), el Hijo de Dios (1,11) y presencia de Dios en la tierra (2,19). Pero la expresión incluye a todos los que participan de su Espíritu. En Jesús se revela la plenitud a que está llamado todo ser humano. Por la adhesión a su persona, se abre para cada persona este horizonte de plenitud. Por ella se cancela el pasado pecador (2,5), se recibe vida/Espíritu (2,11) y se alcanza la libertad (2,28), convirtiéndose en señor.
La expresión “ser señor de” es otra manera de formular la autoridad del “Hombre” afirmada en el episodio del paralítico (2,10). El ámbito de su autoridad se extiende también a la Ley. El que actúa movido por el Espíritu actúa como Dios mismo y, como él, está por encima del precepto; es Señor de la Ley.
El “Hombre” no es ya solamente imagen de Dios; es “hijo” por participar de su Espíritu/vida. El señorío del “Hombre” es consecuencia de su nueva relación con Dios como Padre: quien es Hijo de Dios no puede ser súbdito, sino Señor. Lo propio del súbdito es obedecer a la voluntad de otro, lo que limita su libertad. Lo propio del Señor es actuar por decisión propia, no regido por normas exteriores. La Ley ya no es una mediadora entre Dios y el hombre, ni expresa la voluntad de Dios para éste. Por el Espíritu que recibe, la relación del hombre con Dios es ahora directa. Los seguidores de Jesús están emancipados de la Ley.
En efecto, la participación del Espíritu que posee Jesús imprime un nuevo rumbo a la historia y realiza el reinado de Dios que deja caduca la antigua alianza. El hombre-Adán puede así salir de su estado transitorio a un nuevo estado definitivo. Dios no es ya un modelo exterior que imitar; al infundir al hombre su Espíritu o fuerza de vida, lo hace partícipe de su ser, capacitándolo para actuar en la tierra como Él mismo (2,10).
La declaración de Jesús en 2,27-28 puede compendiarse así: Dios crea al hombre a su imagen, con la posibilidad de ser libre y señor como Él. Pero mientras el hombre viva en una sociedad en la que hay dueños y esclavos, estará incapacitado para desarrollar su vocación y llevarla a plenitud. Se instituye, sin embargo, el precepto del descanso festivo para que el ser humano se vea libre periódicamente de la servidumbre del trabajo y se asemeje a Dios, su modelo. El precepto del descanso es así, símbolo y promesa de la libertad y del señorío a que está llamado todo ser humano. Es también recordatorio constante de que su situación es transitoria.
La sociedad definitiva, que pone fin al estado transitorio del hombre y lo capacita para realizar su destino, es el Reino de Dios. Sustituye la antigua alianza y se caracteriza por la infusión en el hombre de la vida divina, el Espíritu que lo hace “hijo de Dios” y lo capacita para llegar a ser el “Hombre” pensado por el Creador. En esta sociedad nueva, la libertad no se vive como símbolo sino como realidad.
El ser humano habrá de alcanzar en ella la plena madurez del que actúa siempre por el impulso interior del amor, sin necesidad de ajustar su conducta a una norma externa. La Ley queda como una etapa superada; en su nueva condición, el hombre está por encima de la Ley; es señor de ella.
[1] Ex. 20, 8-10; Dt. 5,12-14