EL RICO PROPIETARIO
17 Cuando salía de camino, he aquí que un rico se le acercó corriendo y, arrodillándose ante Él, le preguntó: Maestro insigne, ¿qué tengo que hacer para heredar vida definitiva?
18 Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas insigne? Insigne como Dios, ninguno.
19 Los mandamientos los conoces: no mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, sustenta a tu padre y a tu madre.
20 Él le declaró: Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven.
21 Jesús, fijando la vista en él, le mostró su amor diciéndole: Una cosa te falta: márchate; todo lo que tienes, véndelo y dáselo a los pobres, que tendrás un tesoro del cielo; entonces ven y sígueme.
22 A estas palabras, el otro frunció el ceño y se marchó entristecido, pues tenía muchas posesiones.
17 Cuando salía de camino, he aquí que un rico se le acercó corriendo y, arrodillándose ante Él, le preguntó: Maestro insigne, ¿qué tengo que hacer para heredar vida definitiva?
Jesús no se encuentra con este hombre en la casa-comunidad, si no fuera de ella, cuando va a reemprender su camino hacia Jerusalén. El individuo está caracterizado como rico[1], no se menciona su nombre ni se indica su origen, como suele hacer Marcos con las figuras representativas[2]. De su pregunta se deduce que se trata de un judío. En la escena no aparecen los discípulos.
El hombre se acerca “corriendo”, lo que muestra la urgencia del problema que quiere consultar a Jesús. Además “se arrodilla ante Él”, como lo había hecho le leproso (1,40), haciendo patente la angustia que siente; reconoce la superioridad de Jesús y ve en Él su último recurso[3].
Este hombre rico busca solución para un problema crucial: ¿cómo evitar que la muerte sea el fin de todo? y ¿qué hacer para conseguirlo?. La “vida definitiva” por la que pregunta es la propia del mundo futuro (10,30)[4] que garantiza la superación de la muerte. La pregunta refleja la angustia del hombre acomodado que tiene resuelta su subsistencia, pero a quien la riqueza no le da la última y decisiva seguridad.
El hombre llama a Jesús “Maestro” y no “Rabbí” (9,5; 14,45), mostrando que no lo identifica con los rabinos, meros comentadores de la Ley. Reconoce la excelencia de Jesús como Maestro (“insigne”) y cree que puede resolver su problema. La enseñanza oficial no ha conseguido calmar su angustia y recurre a Jesús, aunque está excluido del sistema judío, esperando de Él una solución nueva, diferente de las que propone su tradición.
Aparece aquí la confusión a que había llegado en el judaísmo la doctrina sobre la obtención de la vida futura, dado el cúmulo de observancias y mandamientos que, según los letrados fariseos, había que cumplir. La cuestión fundamental quedaba en la mayor oscuridad.
La pregunta ¿Qué tengo que hacer? Se refiere a un modo de obrar, no a un cambio personal, y alude a las prescripciones de la Ley mosaica y, sin duda, a las muy numerosas de la doctrina farisea.
18 Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas insigne? Insigne como Dios, ninguno.
19 Los mandamientos, los conoces: no mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, sustenta a tu padre y a tu madre.
Jesús responde al hombre que no es necesario consultarle a Él, pues en esta cuestión los judíos han tenido el mejor de los maestros: Dios. Es inútil buscar otros cuando Dios mismo ha enseñado el modo de obtener la vida futura. Por tanto, toda dependencia de los letrados es innecesaria; sus interpretaciones sólo engendran confusión, y la inacabable lista de observancias fariseas carece de utilidad para obtener esa vida. La enseñanza de Dios es clara y no necesita de intérpretes ni de añadiduras humanas.
En el Decálogo propuso Dios el modo de obtener la vida definitiva, de superar la muerte. Pero hay que notar los cambios que hace Jesús. De los diez mandamientos omite los tres primeros, los que se refieren a Dios y que son característicos de Israel, que fundaban su diferencia y privilegio respecto a los demás pueblos. Recuerda al hombre solamente varios mandamientos éticos. En la enumeración que hace Jesús no hay un solo elemento religioso ni se menciona el nombre de Dios. Expone un código de conducta común a la humanidad entera, cifrado en el respeto y la honradez con los demás. Muestra así que lo que lleva a la vida a cualquier ser humano es la forma de portarse con el prójimo, igualando a los judíos con los demás seres humanos. La única preocupación de Dios es el bien de la humanidad, y Él enunció en esos mandamientos los principios elementales que garantizan la convivencia básica entre las personas y los pueblos.
En sustitución del noveno y décimo mandamientos (Ex. 20,17), Jesús inserta uno que no está en las tablas de la Ley: “no defraudes”, es decir, no prives a otro de lo que se le debe[5].
Esta inserción es apropiada al tipo de persona que le pregunta, un rico. Habría sido incongruente proponer este mandamiento a un pobre.
En último lugar, invirtiendo el orden del Decálogo, menciona el cuarto mandamiento. El cambio de orden muestra que el vínculo con la humanidad tiene más valor que el vínculo familiar. La actitud hacia los padres es un caso particular de la actitud ante los hombres; la segunda abarca la primera. Con ello, Jesús insinúa que ciertas obligaciones familiares no pueden servir de pretexto para eximirse de la obligación hacia la humanidad en general. El primer motivo de la conducta justa no son, por tanto, los vínculos de sangre, sino la pertenencia común al género humano.
Las condiciones mínimas para obtener la vida definitiva se resumen, pues, en un comportamiento que no haga daño al prójimo, en evitar la injusticia personal aún dentro de una sociedad injusta; las convicciones religiosas no son decisivas. Por eso el código ético que propone Jesús no es específicamente judío, sino universal, válido para todo ser humano en toda cultura.
20 Él le declaró: Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven
Al dirigirse de nuevo a Jesús, el hombre repite el apelativo “Maestro”; acepta por tanto, su doctrina. Declara a continuación haber cumplido desde joven todos los mandamientos enunciados por Jesús referentes al prójimo; es decir, no haber hecho daño a nadie. Aparecerá así como un modelo de observancia de lo esencial de la Ley. Esto hace ver que Marcos describe una figura ideal, el rico honrado y perfecto cumplidor de la Ley de Dios, para mostrar hasta donde llegan las exigencias éticas de la Ley y crear el contraste con las del mensaje de Jesús.
21 Jesús, fijando la vista en él, le mostró su amor diciéndole: Una cosa te falta: márchate; todo lo que tienes, véndelo y dáselo a los pobres, que tendrás un tesoro del cielo; entonces ven y sígueme.
“Fijar la vista en alguien” acentúa la comunicación personal y subraya la importancia de lo que Jesús va a decirle. De hecho le demuestra su amor[6], invitándolo a seguirlo. El hombre, al darle su adhesión, aceptando su mensaje y colaborando con su actividad respondería a su amor. Jesús le ha propuesto que se incorpore al grupo de los seguidores.
El individuo es un hombre cabal. Su modo de proceder es intachable. Está preparado para dar el paso decisivo. Por eso Jesús no le dice: “si quieres” (8,34); su invitación es directa: “márchate”, “vende”, “dáselo”, “ven y sígueme”. La llamada está en la misma línea que la hecha al principio a los pescadores (1,16) y a Leví (2,14). La observancia de los mandamientos éticos de la Ley ha sido su primer paso en el amor a los demás. Jesús le propone llegar hasta el final.
“Una cosa te falta”, no para heredar vida definitiva, a lo que ya ha contestado Jesús y cuya manera ya ha enseñado Dios mismo. Una cosa le falta a este hombre para realizar en sí mismo el proyecto de Dios, para encontrar la felicidad que no posee y la plenitud a la que está llamado. Le falta el amor pleno; su amor a la humanidad entera, hasta ahora manifestado solamente en la observancia de mandamientos negativos (no matar, no robar…); esto es, en no hacer daño, no supone la preocupación real por el bien de los otros ni lleva necesariamente a comprometerse con la justicia. Ése mínimo de amor debe convertirse en amor activo, en solidaridad efectiva con sus semejantes.
Para ello le propone Jesús el seguimiento. Pero antes el hombre tiene que salir de su conformismo con la situación y mostrar su deseo de una sociedad justa. Este hombre que es rico, muestra insensibilidad ante la indigencia de los desposeídos. No es un hombre inquieto que desee mejorar las condiciones de los que sufren[7]. Mientras no muestre deseo de contribuir al cambio social, no es apto para entrar en la comunidad de Jesús[8]. El rico está preocupado solamente por el más allá, pero existe un más acá lleno de dolor e injusticia, y su conducta no contribuye a remediarlo[9].
También su amor a sí mismo es deficiente. Hasta ahora se ha conformado con practicar unos mandamientos que, por prescribir un “no hacer”, no ayudan a su crecimiento ni elevan su calidad como persona. Le falta aspirar a la plenitud humana.
La propuesta de Jesús va más allá de la pregunta del hombre. No se trata sólo de alcanzar vida definitiva después de la muerte, sino de tener vida plena en este mundo y de ayudar a otros a alcanzarla.
Jesús señala el obstáculo que puede impedir al rico decidirse a seguirlo: el apego a la riqueza. El hombre tendrá que desprenderse de “todo lo que tiene” para no estar entre aquellos que por la posesión o el ansia de dinero, posición social y dominio, crean la desigualdad y la injusticia en la sociedad y la infelicidad de los seres humanos. Debe eliminar toda complicidad con esos modos de proceder, debe demostrar con las obras su amor sin reservas a la humanidad entera. Solamente así podrá contribuir a crear una sociedad que favorezca el pleno desarrollo del ser humano.
De hecho, no hacer daño personal a los demás, como prescriben los mandamientos de la Ley, era compatible en la sociedad judía con el apego a la riqueza y a la posición social, que se consideraban incluso como una señal de bendición divina, pero que creaba desigualdad, pobreza y dependencia. Aunque en otros términos, Jesús le pone delante al rico la primera condición del seguimiento: “renegar de sí mismo” (8,34), es decir, renunciar a toda ambición egoísta de dinero, posición social y poder, que son los factores de la injusticia. La ética propuesta en los mandamientos promulgados por Moisés no basta para suprimir la desigualdad ni lleva, por si misma, a la construcción de una sociedad verdaderamente justa.
A los primeros llamados, de clase humilde, Jesús no les puso condiciones para el seguimiento. Los invitó directamente (1,17 y 2,14) y ellos, gente inconforme, dejaron espontáneamente sus magras posesiones para seguir a Jesús, en quien veían un líder capaz de acaudillar un cambio social. Por el contrario, al rico, Jesús le pone una condición previa: vender todo lo que tiene y darlo a los pobres. Esto es, desprenderse definitivamente de todos sus bienes, sin exceptuar nada (“todo”) y sin esperanza de recobrarlo (“dáselo a los pobres”). Dar los bienes a los pobres sería su aportación personal para reparar la injusticia social que crea la riqueza, contribuyendo a aliviar la condición de los desposeídos. Demostrando con este gesto su libertad respecto al dinero y su amor incondicional a la justicia, estaría preparado para entrar en la comunidad de Jesús.
Esa renuncia, por otra parte era también indispensable para hacer posible la igualdad dentro de la comunidad y evitar la ocasión de alcanzar en ella preeminencia y ejercer dominio sobre los otros.
La acumulación de bienes proporciona una seguridad para esta vida en el plano material, pero no en el plano del espíritu, como lo muestra la angustia del rico. Este se ve invitado a perder toda su seguridad humana, pero se le promete que así tendrá otra, en este caso no humana sino divina. De hecho, un amor a la justicia y a la humanidad como el que demuestra la renuncia que se le pide pone a la persona en armonía con Dios, cuyo amor a la humanidad entera resplandece en Jesús. La verdadera riqueza, “el tesoro del cielo” es el amor de Dios al hombre, expresado en el don del Espíritu que es vida. Su efecto, respecto al que lo recibe, es la seguridad del amor que Dios le tiene; respecto a los otros, la solidaridad y el amor mutuos propios de la comunidad de Jesús que fundan la nueva seguridad en el plano humano. El “tesoro del cielo” es así, una nueva expresión para designar el reino de Dios. La renuncia que Jesús pide al rico equivale a acoger el reinado de Dios como un chiquillo (10,15), haciéndose último de todos y servidor de todos (9,35)
Se contraponen así dos escalas de valores: la de la sociedad que tiene por valor supremo la riqueza, con sus secuelas de prestigio y poder, y la de Dios, para quien los valores supremos son la generosidad y la solidaridad, expresiones del amor a todos, que llevan al ser humano a la plenitud de la vida.
El rico aspiraba a la vida después de la muerte; Jesús le ofrece ya desde ahora la comunicación de la vida de Dios. Ser rico no lo ha hecho crecer en su calidad humana, pues su amor al prójimo ha sido mínimo, ya que no ha sido solidario ni ha tomado ninguna iniciativa para procurar el bien de los demás. El desarrollo humano se realiza solamente por el amor activo, y el obstáculo para practicarlo es el deseo de conservar su riqueza sin compartirla.
Renunciar por renunciar no tendría sentido. El motivo de la renuncia es el amor a todos los seres humanos, que se traduce en la sensibilidad ante la injusticia. La costosa renuncia a los bienes sería la respuesta al amor que Jesús le muestra. Al mismo tiempo, le daría la posibilidad de obtener “el tesoro del cielo” que Jesús le promete. Lo que parece pérdida sería en realidad ganancia y vida. Esa renuncia que contribuye a eliminar la injusticia, es también condición para el amor pleno. Jesús lo invita a pasar de un mínimo de amor, en intensidad y en extensión, a un máximo, sin límite en la entrega y ofrecido a toda la humanidad.
Jesús, que está para continuar su camino, expresa su amor a este hombre invitándolo a seguirlo, es decir, a recorrer el camino con él. Espera que con un gesto de total generosidad responda al amor que se le brinda.
22 A estas palabras, el otro frunció el ceño y se marchó entristecido, pues tenía muchas posesiones.
La invitación de Jesús no le gusta al rico, le extraña y le desagrada. No se esperaba semejante propuesta. Lo muestra su semblante: “frunció el ceño”; luego “se marcha triste”. Ambas reacciones tienen por causa la riqueza. Se especifica ahora que el sujeto es un rico propietario. Tiene que elegir entre el amor a la humanidad y el amor a sus posesiones, pero es esclavo de ellas. El amor de Jesús podría darle la fuerza necesaria para la opción, pero no tiene en cuenta o no aprecia la promesa de Jesús, y la renuncia le parece puramente negativa.
Aunque personalmente no ha sido injusto, este hombre está implicado, por su riqueza, en la injusticia de la sociedad. Su amor a los demás es relativo, no llega al nivel requerido para seguir a Jesús. No está dispuesto a trabajar por un cambio social, por una sociedad justa; con la antigua le basta. Tenía que optar entre el amor a la humanidad y el amor a la riqueza. Prefiere el dinero al bien del ser humano. Tampoco aspira a la plenitud humana.
Ante el rechazo de su invitación, Jesús no insiste ni dirige al hombre ningún reproche; respeta su decisión.
Como en otros episodios, Jesús expresa su exigencia usando una formulación extrema: la renuncia a todo es figura del amor incondicional a la humanidad y del deseo de evitar toda complicidad con la injusticia. No propone Jesús un modelo (8,34), quiere indicar ante todo que el amor no tiene límite. Si en algún caso fuera indispensable ese desapego total para ser fiel a la justicia, no se excluye. La última seguridad del hombre no está en el dinero sino en el “tesoro del cielo”, es decir, en el amor y la solidaridad comunicados por el Espíritu a todos los que son discípulos del Maestro.
[1] La perícopa es consistente al referirse a la riqueza de este hombre. Al final se destaca la afirmación “porque tenía muchas posesiones”. Su condición explica el “no defraudes” que no está en la Ley ni en los mandamientos, así como la exigencia de dejarlo todo, que no tendría sentido si se dirigiese a un hombre de condición humilde. Elimina la contradicción de que otros seguidores de Jesús conservasen sus modestas posesiones (10,30). Justifica la condición que Jesús pone al individuo para seguirlo, condición que no puso a los primeros discípulos (paralelo entre las dos llamadas 1,17 y 10,21) a quienes Jesús no les pidió que dejasen nada; fueron ellos los que espontáneamente dejaron sus redes (1,18) o a su padre en la barca (1,20) para emprender una nueva vida. Tampoco a Leví Jesús le puso condición alguna (2,14 y 10,21). Por último, explica mejor la preocupación del individuo por obtener la vida definitiva, pues siendo rico, tiene asegurada su existencia en este mundo, las multitudes nunca preguntan a Jesús por esta cuestión, todo su anhelo es salir de sus míseras condiciones de vida.
[2] Ejemplos: 1,39 el leproso; 2,1 el paralítico; 5,2 el endemoniado de Gerasa; 5,21 la hija de Jairo y la mujer de flujos; 7,24 la sirofenicia; 7,32 el sordo-tartamudo; 8,22 el ciego.
[3] Manifiesta el grado de respeto por Jesús. Este gesto excede la reverencia debida a un maestro ordinario.
[4] Vida definitiva es la herencia asignada por Dios a los justos. La pregunta supone la fe en la resurrección
[5] Da. 24,14 “No defraudarás al jornalero, pobre y necesitado, sea hermano tuyo o emigrante que vive en tu tierra, en tu ciudad. Cada jornada le darás su jornal antes de que el sol se ponga, porque pasa necesidad y está pendiente del salario”. El “no defraudes” equivale a una codicia que defrauda a los pobres robándoles lo que les pertenece.
[6] La invitación a seguirlo es la muestra del amor.
[7] Jesús le dice que no espere a que le quiten su fortuna, que la entregue él mismo y la ponga al servicio de los pobres, para asumir de manera personal el nuevo proyecto y realidad del Reino.
[8] En esto hay gran diferencia con los primeros llamados.
[9] El rico está preocupado por sí mismo. No pregunta por la vida de los otros aquí en la tierra. Él, que tiene asegura ésta, pregunta por la vida eterna. Jesús, sin embargo, lo remite al compromiso con los demás; lo invita a salir del círculo estrecho de la preocupación por sí mismo, para responsabilizarse de la vida de los pobres.