LOS ENVIADOS Y SU PROPÓSITO
13 Entonces le enviaron unos fariseos y unos herodianos para cazarlo con una pregunta.
14 Llegaron y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa de nadie, porque no miras lo que la gente sea. No, realmente enseñas el camino de Dios. ¿Está permitido pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?
15 Él, consciente de su hipocresía, les repuso: ¡Cómo! ¿quieren tentarme? Tráiganme un denario, que lo vea.
16 Se lo llevaron y Él les preguntó: ¿De quién son esta efigie y esta leyenda? Le contestaron: Del César.
17 Jesús les dijo: Lo del César, devuélvanselo al César... y lo de Dios, a Dios. Y se quedaron de una pieza.
13 Entonces le enviaron unos fariseos y unos herodianos para cazarlo con una pregunta.
Los sumos sacerdotes, los letrados y los senadores, que no han podido tomar medidas contra Jesús a causa del apoyo del pueblo (12,12) quieren ahora desacreditarlo ante la multitud o tener un pretexto político para denunciarlo a la autoridad romana.
Para ello se sirven de un grupo compuesto por fariseos (“le enviaron”) observantes de la Ley y herodianos (3,6; 8,15; 6,21). La presencia de estos últimos en el templo se explica por la cercanía de la Pascua. Llevan el encargo de proponer a Jesús una pregunta que, responda lo que responda, lo pondrá en una situación difícil.
Los fariseos eran hostiles al gobierno romano, pero actuaban en el terreno político con mucha prudencia, ya que se mostraban contrarios a una revuelta contra Roma. Los herodianos, partidarios de la dinastía fundada por Herodes el Grande (Herodes Antipas o cualquiera de los descendientes de Herodes el Grande), eran colaboracionistas y mantenían excelentes relaciones con la capital del imperio[1]. Son grupos de ideología opuesta, pero ambos partidarios del poder y deseosos de él; los fariseos bajo capa de religión, los herodianos abiertamente desde la política (8,15). Hacía tiempo que ambos grupos habían decidido en Galilea acabar con Jesús (3,6).
14 Llegaron y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa de nadie, porque no miras lo que la gente sea. No, realmente enseñas el camino de Dios. ¿Está permitido pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?
Para preparar el terreno, intentan captarse la benevolencia de Jesús. Lo llaman respetuosamente “Maestro”, haciendo ver que lo consideran una autoridad, con capacidad de decidir en una cuestión difícil y discutida. Pero, además alaban su independencia y su libertad, afirmando que no se deja condicionar por la autoridad de otros o por la oposición a su doctrina (sincero), ni disimula ésta por respeto a los poderosos. Por el contrario, es fiel intérprete del comportamiento que Dios exige. Pretenden ahora que un Maestro tan sincero les dé una respuesta inequívoca que resuelva la cuestión legal y de conciencia que van a plantearle.
Le proponen entonces la pregunta comprometedora, presentada como un deseo de fidelidad a la Ley divina. La pregunta es doble: enuncian primero la cuestión de principio, como un problema de escuela, si es conforme a la Ley el pago del impuesto; a continuación presentan el pago como un problema de conciencia que les afecta personalmente. Esta formulación pone a Jesús ante una alternativa que, aparentemente no puede esquivar y que exige de Él una respuesta clara, afirmativa o negativa, un sí o un no.
La cuestión de fondo gira en torno a la fidelidad a Dios, expresada así en el primer mandamiento: “El Señor nuestro Dios es el único Señor” (Dt 6,4). El pago del tributo ponía en cuestión ese señorío de Dios, porque implicaba el reconocimiento de la soberanía del César sobre Israel. Por eso, con ocasión del censo de Quirino (6/7 DC.), cuando fue depuesto Arquelao y el emperador nombró a Coponio como el primer gobernador romano de Judea y estableció el impuesto, Judas de Gamala, llamado el Galileo y el fariseo Sadoq, acaudillaron, en nombre de la fidelidad a Dios la rebelión armada contra Roma, que entonces fue fácilmente sofocada por falta de apoyo popular. Ambos, sin embargo, fueron los responsables del nacimiento, dentro de la corriente farisea, de un partido más estricto y fanático, compuesto por patriotas que se hacían llamar activistas o “zelotas” y que eran partidarios de la lucha armada contra los ocupantes romanos, enemigos de Dios.
El problema, por tanto, que los enviados plantean a Jesús es el de si los israelitas son o no infieles a Dios al pagar el impuesto. Se trata de resolver el conflicto entre dos fidelidades que parecen contrapuestas: la debida a Dios y la debida al César. ¿Se puede pagar el tributo sin merma alguna del señorío exclusivo de Dios sobre Israel? Para salvaguardarlo, ¿no habría que negarse al pago? En definitiva, lo que está en juego es el principio de la obediencia o fidelidad a Dios antes que a los hombres.
Los sanedritas debían de pensar que Jesús, al presentarse como Mesías, no podría menos que seguir la línea nacionalista radical, la que sostenía que pagar el impuesto, signo de la soberanía del emperador romano, comportaba la renuncia a la propia independencia y libertad nacional y era una infidelidad a Dios, el único Señor de Israel.
He aquí el dilema: si, contra la expectativa de los representantes del Sanedrín, Jesús diera una respuesta afirmativa (acatamiento al César, posición de los herodianos), se acarrearían el descrédito ante el pueblo, contrario al régimen romano, y podrían actuar contra Él; si la respuesta, como ellos desean, fuera negativa (declaración de rebeldía, postura zelota), sería acusado de subversivo y detenido por la autoridad romana. De un modo o de otro, estaría acabado.
15 Él, consciente de su hipocresía, les repuso: ¡Cómo! ¿quieren tentarme? Tráiganme un denario, que lo vea.
Jesús sabe que el escrúpulo religioso que fingen es una hipocresía, una simulación, pues, en realidad, se encuentran cómodos con la administración romana e incluso los fariseos pagan el tributo al emperador. Por eso, les echa en cara su verdadera intención, que para nada se refiere a Dios, sino que lo único que pretende es atraparlo a Él.
Los acusa así de querer tentarlo. De hecho le están insinuando que, si quiere conservar su prestigio ante el pueblo (11,18; 12,12), tiene que dar una respuesta negativa, mostrándose dispuesto a acaudillar un movimiento anti romano (1,24.34; 11,9s). Jesús deja claro que no cae en el engaño y que, por tanto, la respuesta que va a dar no será efecto de éste; conoce perfectamente el alcance del dilema y va a exponer su propio pensamiento.
Jesús no responde a la pregunta. Ni menciona el impuesto ni la cuestión legal. Da a entender así que el impuesto es algo que ni atañe a la ley ni afecta a ningún principio religioso. Les pide, en cambio, que traigan un denario romano. Él no lo lleva consigo ni ellos tampoco; presumiblemente tienen que ir a buscarlo a un cambista, puesto que se trata de una moneda no autorizada en el templo. Mientras cumplen el encargo, hay una pausa; la atención se centra en la moneda que está en camino.
Muchos judíos observantes no fijaban nunca la vista en las monedas romanas, para evitar que su mirada se posase sobre una imagen, que, además, llevaba símbolos blasfemos (divinidad del César). Jesús, por el contrario, quiere ver el denario; con esto le quita toda importancia religiosa, confirmando su indiferencia anterior. El denario no tiene nada que ver con Dios.
16 Se lo llevaron y Él les preguntó: ¿De quién son esta efigie y esta leyenda? Le contestaron: Del César.
El denario de que se habla en Marcos era una moneda de plata muy difundida. El de la época de Jesús mostraba en la cara anterior el busto del emperador Tiberio, adornado con la corona de laurel que indicaba su calidad divina, y rodeado de la inscripción: “Tiberio, César, hijo del divino Augusto”. En la otra cara estaban las palabras “Pontifex Maximus” con la imagen de la madre del emperador, Livia, sentada en un trono divino, con largo cetro olímpico en la derecha, y en la izquierda la rama de olivo que la caracterizaba como encarnación humana de la pax celeste. Esta moneda era símbolo al mismo tiempo de poder y de culto. Representaba la unidad monetaria romana, prescrita como moneda de tributo para la totalidad del imperio, pero no se sabe si un denario era el importe del impuesto per capita.
Jesús examina el denario y les hace una pregunta que no pueden esquivar. ¿De quién son esta efigie y esta leyenda?. Con la pregunta cambia el enfoque de la cuestión. Ésta ya no se centra en el impuesto, sino en la relación del pueblo judío, que usa el denario, con el emperador romano. De hecho, tiene que admitir que tanto la efigie como la leyenda indican que el denario pertenece al César. Es decir, que el dominio político, sin posibilidad de equívoco, está basado en la dependencia económica. Aceptar el dinero del César significa reconocer su soberanía y formar parte, de algún modo del sistema económico del imperio.
17 Jesús les dijo: Lo del César, devuélvanselo al César... y lo de Dios, a Dios. Y se quedaron de una pieza.
Ahora ya da Jesús su respuesta. Ellos han hablado de pagar, como si ese dinero fuese suyo. Jesús los corrige y habla de devolver, indicándoles que, como ellos mismos han admitido, el dinero no es suyo, sino del César. Por eso “lo del César, devuélvanlo al César”. Son deudores del César; es por esto que tiene el César poder sobre ellos.
La respuesta de Jesús es estrictamente lógica. Mientras basen su subsistencia en ese dinero, símbolo e instrumento del poder del César, estarán mostrando su sumisión a Roma y reconociendo al César como señor. Sus palabras abren dos caminos si quieren cambiar la situación, adoptando la postura radical, tendrán que renunciar a los beneficios económicos que reporta la integración en el sistema del imperio. Si no, tendrán que corresponder de algún modo a esos beneficios. Ellos tienen que decidir.
No son los emisarios quienes han cazado a Jesús con una pregunta. Es Jesús quien los ha llevado a un callejón sin salida. No tienen respuesta.
[1] Por esa razón los herodianos debían de ser hostiles al mesianismo. Se ha recurrido a ellos como cualificados para llevar enseguida la denuncia a las autoridades romanas, cosa que los fariseos harían con menos ganas.